Un día en la escuela
PODRÍA decir que le conocía. Y sería mentira. Podría fanfarronear de tanto que compartimos. Y también sería mentira. Podría recordar que esquivamos juntos las balas en aquella guerra. O rememorar batallas del hotel donde nos juntábamos los enviados especiales mientras Sam, Tom o quien fuera la tocaba otra vez. Y más que mentira, sería, es, un anhelo que ni fue ni será. Una frustración de tantos y tantos que llegamos tarde a aquel periodismo. Tan desconocido, tan idealizado, que tanto veneno nos metió y que tanto mal nos ha hecho al comprobar el pésimo resultado de la comparación. Lo único que puedo decir que sea verdad es que me regaló su última entrevista, siete inolvidables horas de un martes soleado de febrero de 2009, y que me invitó a comer. Nada más. Y nada menos.
"¿Y te vas a venir a Mojácar solo para hablar conmigo?".
¿Solo? Joder solo. Aquel día llevé dos de sus libros para que me los dedicara con su firma. Los devolví a la mochila con disimulo. Qué más hubiera querido él que haber podido coger el boli y haberlos firmado. Pero no podía. La enfermedad se ensañó con alguien que, por lo que contaba, por lo que siguen contando sus libros, sabía vivir y quería vivir. Con un tipo que tenía claro que lo que no se vive hoy tampoco se vive mañana. Su colección de males le retenía en una silla de ruedas y le torturaba con una dependencia casi total. A él, al enviado especial, al corresponsal, al periodista que todos los demás periodistas quisimos ser y no fuimos.
Me abrió su refugio almeriense donde se reía del frío de Brihuega. Me dejó curiosear en el inmenso baúl de recuerdos de un periodista orgulloso de ser periodista y solo periodista, que volvería a ser periodista, y que hubiera dado todo por seguir siendo periodista y seguir en el oficio. El oficio, así se refería él con veneración. Junto a aquella mesa baja de cristal repleta de periódicos hablamos, sobre todo, de periodismo, de la deriva del oficio, de cómo hacer algo que sonara a nuevo, a original. Preguntó cómo iban las cosas, cómo estaban los jóvenes, los chicos, qué tal se les trataba en las redacciones. Juntos despotricamos a gusto de la mezquindad de los nuevos dueños; maldecimos que ya no hubiera editores de entonces, gente del oficio, sino extraños que administraban los medios como fábricas de tornillos o talleres de alpargatas. Gente que quería hacer periódicos sin periodistas.
"Prepárame otro chute". Y aquel ángel rumano de mechas rubias y ojos azules que parcheaba sus carencias físicas y ayudaba en casa le acercó un vaso de tubo con Campari (amargo como el demonio), gaseosa o tónica, no recuerdo bien, una rodajita de limón y unos tintineantes hielos. Manu cogió el vaso y dio otro meneo al brebaje para ayudar a bajar su indisimulada pena. "¿Y no se puede hacer nada? Los chicos son los que tienen que tirar para adelante y construir cosas nuevas".
¿Qué le importarían los chavales de una profesión a todo un Leguineche? Pues sí, le importaban. A esas alturas de la vida, amarrado a unas ruedas quietas, no parecía tener motivos para poses ni mohines. Del Manu Leguineche de aquel rato sobresalía su condición de buena gente, su humildad, su nostalgia, su pasión y también preocupación por el futuro del oficio, por la pérdida de valores de la sociedad, una melancolía profunda porque su padre, que murió joven, no vio lo alto que llegó, el forofo rojiblanco que llevaba dentro, y el orgullo de ser vasco, y de su tierra, "una pasión inútil", lamentaba citando a Sartre. Y sobresalía un hombre que había hecho cuentas y concluía que había merecido la pena renunciar a tantas cosas para conseguir la libertad que exigía y exige su oficio. "He sido inmensamente feliz. He sido muy feliz durante mucho tiempo. Incluso ahora recordando cosas". Pues qué envidia, maestro. En eso también. Mil gracias por aquel día en la escuela. Que nunca te falten libreta y boli.
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