Bilbao
YA hasta da miedo preguntar cómo está la gente, cómo le va", dice Arrizen Bilbao, padre primerizo, alrededor de un café. Le acompaña Laura, su mujer, y su hija recién nacida, Katalin, una preciosidad en miniatura que duerme plácidamente, ajena al mundo, a lo que le rodea. Aunque la matriz de su empresa está en Amurrio, Arrizen trabaja en Inglaterra desde hace un par de años. En su aventura le acompañó su mujer. Actualmente residen ambos en Colchester, pero decidieron que Katalin abriera los ojos en Euskadi, la tierra de sus padres. Lo que percibe Arrizen, que le va bien al otro lado del Canal de La Mancha, cada vez que regresa a casa "es tristeza". "A la gente se le nota triste. Es lo que más me ha impactado". Katalin continúa dormida en su canasto, en su silla moderna, más bien. Feliz. Es la ventaja de ser una recién nacida y no tener preocupaciones, más allá del chupete y del sonajero. Desafortunadamente no todas las personas duermen como lo hace Katalin. Son tiempos de incertidumbre, de crisis, de pesadilla, de insomnio. "A algún amigo mío le cuesta dormir.
Me dice que le da por pensar lo que será de sus hijos en el futuro y no pega ojo. La vida de nuestros hijos, posiblemente, sea peor que la nuestra", desliza Mikel Villarreal, profesor de la UPV en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación donde imparte clases de Psicología Social, una ciencia que se encarga del estudio sobre cómo los pensamientos, sentimientos y comportamientos de las personas son influenciados por la presencia real, imaginada o implicada de otras personas. A estas alturas, en medio del torbellino de la crisis, la pregunta es: ¿Podremos volver a dormir como Katalin? La respuesta es no.
Aunque el galopante deterioro de Occidente, -a un palmo del hundimiento en el fango de su propio sistema capitalista, autofagocitado entre los recortes y el ahogo del consumismo- pudiera sugerir e inducir una próxima revuelta, una rebelión de los ciudadanos para construir el mundo de otra manera, sobre otros planos y valores, la tozuda realidad se impone. Salvo algún pequeño brote no existe ningún parámetro que indique una subversión ni a corto ni a medio plazo según señala Mikel Villarreal. "La idea fácil, la primera que nos viene a la cabeza, es pensar que tal y como están las cosas todo esto va a explotar más pronto que tarde y que se producirá un cambio radical de la situación que estamos viviendo. Pero por ahora no existe ningún factor objetivo, ningún indicador que nos haga pensar en una revolución a gran escala de la sociedad occidental para solucionar esta deriva", argumenta el docente, cuya autopsia, concienzuda, exacta y realista disecciona la sociedad y los movimientos que la recorren de punta a punta. "Existen movimientos con objetivos muy loables y algunos de ellos compartidos, pero falta un discurso articulado que los una y aglutine. Hay una fragmentación en las narrativas y una falta de liderazgo carismático preocupante que impide su despegue", explica Villarreal, muy escéptico respecto a que la sociedad sea capaz de armar un trampolín con el que impulsarse hacia una revolución o un proceso de profundos cambios que alteren las reglas de juego. "A pesar de que la situación es muy complicada, los estallidos son muy puntuales. No tienen recorrido porque se diluyen".
El corto alcance de las protestas, su reducido impacto sobre el corpus de las altas esferas que gestionan las marionetas del mundo, es una de las características propias de un sociedad cuya solidaridad es escasamente consistente, de naturaleza exprés. "La nuestra es una participación kleenex, un poco de usar y tirar. De entrar y salir más que de permanecer y ser consistente, perseverante", advierte el sociólogo Xabier Aierdi, que constata la pérdida de "densidad" en el apoyo al prójimo, lo que debilita enormemente el lema que sostiene que la unión hace la fuerza, condición necesaria para el progreso de cualquier movimiento social. "Básicamente nos une el dolor, la empatía hacia situaciones injustas que nos genera una emoción y una pulsión, pero esas conexiones entre los distintos sujetos resultan muy puntuales", recuerda Xabier Aierdi cuando observa el oleaje que se produjo alrededor de los desahucios después de que dos personas decidieran acabar con su vida. La respuesta de la ciudadanía ante el luctuoso suceso fue inmediata. "El vínculo emocional es evidente y un resorte que funciona de manera natural porque todas las personas pueden sentir el vértigo de una situación así. Pero resulta difícil que ese sentimiento se encauce después en un discurso que perdure en el tiempo porque se trata de un resorte emocional, muy primario, animal". La solidaridad de ahora es fast food.
Solidaridad puntual El filósofo Francesc Torralba se refiere a este tipo de actitudes como solidaridad líquida, por la cuál la persona que da se siente reconfortada emocionalmente por ese apoyo esporádico. Se trata esta de una sociedad que "se mantiene al margen, no se amarga la vida con el sufrimiento de otros y se limita a tener el papel de un mero espectador", argumenta el pensador. "Estamos en un tiempo en el que las personas participan en las cosas siempre que no les altere demasiado su modo de vida, que no les produzca un gran esfuerzo ser solidarios", enmarca Mikel Villarreal. Desde la sociología se atribuye la preeminencia de una moral laxa a la sociedad de este tiempo, que participa en una solidaridad "puntual", y cuya representación más exacta sería el telemaratón, un producto que aúna el espectáculo televisivo con las aportaciones económicas. Para Frances Torralba se trata de pagar la purificación de la culpa a un módico precio.
un puzzle complicado En medio de una sociedad etérea en valores, vertebrada en su mayoría por lo mercantil y líquida en solidaridad, surgen focos como el 15-M, las plataformas contra los desahucios o las manifestaciones que protestan frente a la política de recortes y amputaciones de derechos que aplican los gobiernos amparados en la crisis, hilo argumental del relato que sacude Europa. Los distintos movimientos son, en la práctica, un puzzle de difícil encole, "aunque paradójicamente las personas estamos más interconectados que nunca por la tecnología". Ocurre que en ese vínculo apenas hay costuras sólidas, solo puntadas de hilos de seda. "Una de las principales características de la sociedad occidental es que se trata de una sociedad muy fragmentada y cuyo núcleo es muy narcisista", analiza Villarreal, que sitúa a la ciudadanía en la "tercera etapa del hiperconsumismo, un contexto corrosivo" como para que una alternativa tenga el músculo suficiente para voltear el status quo.
Los distintos movimientos, además de la exigencia de un cambio, mantienen algo en común y es lo efímero que resultan en la sociedad de la sobreinformación, tan veloz e instantánea que el pasado y el futuro se solapan en la agenda informativa, la caja de resonancia de lo que sucede. "Fíjate lo que ha pasado con los desahucios. Tras el drama de la mujer que acabó con su vida se produjo una movilización espontánea, numerosa... y en un día, un pequeño cambio por parte del Gobierno español, aplicando una política de mínimos, ha sido capaz de diluir gran parte del impacto de esa reacción".
Estructurar a la sociedad de la información, que gira alrededor de la agenda informativa, "que es la que marca el paso porque se habla de lo que quieren los medios, principalmente", es un asunto complejo debido a que el sujeto "no es consistente y además es muy voluble, influenciable e impactable", afirma Villarreal, que emplea el término shock para fijar el estado emocional por el que respira gran parte de la ciudadanía, paralizada por distintos miedos "al desempleo, el desahucio, los despidos...". La incapacidad de respuesta estructurada de las personas ante un paisaje apocalíptico como el actual, la recoge Naomi Klein en La Doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre. La tesis del libro sugiere que las decisiones de los gobiernos contra los derechos de la población solo pueden entenderse gracias a la construcción de un escenario de miedo que conseguía que la sociedad quedase impactada y desorientada de tal manera por los acontecimientos (la crisis económica en este caso) que sería capaz de asumir decisiones impensables en estados de ánimos más serenos y próximos a la normalidad.
La doctrina del shock estaría detrás, según Klein, de las teorías del neoliberalismo que se ha enroscado en los centros de poder siguiendo el rastro de Milton Friedman, el economista guía de esta corriente del pensamiento y que dijo en su día "solo una crisis, real o percibida como real, permite un auténtico cambio". Friedman, reputada figura de la Escuela de Chicago y proactivo en el laboratorio de ideas que suponen los think tanks, explicó en su argumentario que "cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que los políticamente imposible se vuelva en políticamente inevitable". Es el mensaje que está calando, la lluvia fina que se filtra hasta el poroso tuétano de la masa.
Miedo y resignación Con la ciudadanía "acongojada", tiritando por las medidas que parten desde los despachos y que implican cada vez más sufrimiento al pueblo siempre con la coartada de la crisis, se extiende cada vez con más fuerza la idea de "virgencita, virgencita que me quede como estoy", indica Mikel Villarreal, que perfila a un individuo tipo que "ve caer al de al lado e intenta que no le salpique el problema. Eso de evitar el despido, solidarizarse con el que ha caído y sobrevivir. Esto, tristemente, se está convirtiendo en un sálvese quién pueda. No es plausible un gran cambio". A eso contribuye, además de la sensación de parálisis causada por el miedo a las fauces de la crisis económica, la estratificación social, su composición. "Apenas existe el proletariado porque la economía ha virado hacia el trabajador de cuello blanco y ahí la unión y la fuerza es relativa. No existe esa predisposición por la lucha", advierte Villarreal sobre el peso de la clase media, probablemente la gran conquista del estado del bienestar. "La sociedad occidental es una sociedad, sobre todo, de clase media, y es difícil de movilizar". Al escaso énfasis de una ciudadanía acomodada, aletargada, frente al compromiso y la movilización, se le debe sumar el notable desapego de la sociedad hacia la clase política. "La desafección hacia la clase dirigente es galopante. Ya no existen líderes. Obama, que muchos pensaban que iba a ser la esperanza, también ha sucumbido y se ha diluido. Además, la sociedad, con todo lo que se está informando sobre economía, se ha dado cuenta de que ya no mandan las personas que eligen sino que a estos también les imponen las políticas". Otro duro golpe que soportar, masticar y digerir entre mohínes y protestas, en su mayoría hacia el interior.
La acumulación de todos estos factores y experiencias explican en gran medida por qué los ciudadanos, descreídos, se están alistando uno por uno a la trinchera de la resignación para seguir latiendo en un momento delicadísimo. "Las diferencias entre ricos y pobres serán mayores. De eso no hay duda. Y como dicen en Argentina, seguiremos siendo clase media, pero más pobre", estima Mikel Villarreal, que aplica un trazo de ironía antes de emitir su juicio una vez revisadas las pruebas que atestiguan que "de aquí y de ahora no sale nada. Lo demás es romanticismo".
Katalin duerme. Tal vez sueñe.