LA primera vez que oí el término matriarcado en referencia al pueblo vasco fue en el Puerto Viejo de Algorta, una tarde de verano, dos años atrás. Una cuadrilla de madres organizaba la merendola, el concurso de pintura y un par de actividades festivas infantiles más. "Ahí tienes al matriarcado vasco en acción, Iñake", pronunció Kepa, con claro orgullo, pero no sin dejo socarrón. En este tema Kepa es un informante clave: vive junto a su compañera e hijos en una sección del caserío que (aún) pertenece a su estimada suegra, es decir, habita en una residencia matrilocal.
Kepa se refería a algo que yo jamás había conceptualizado como tal, pero que, en tanto fémina de la diáspora vasca, me resultaba íntimamente conocido. Su frase bastó para re-significar lo que hasta entonces (a-sociológicamente) había creído una excepcionalidad familiar: la admirada fortaleza de mis amamas Jáuregui y Belamendía, y de la abuela Juanita Landaburu, la única bisabuela que he conocido. (Sirvió, también, para darle un valor simbólico agregado a una fotografía que en 1976 congeló la imagen de cuatro generaciones de mujeres vasco-argentinas, empezando por Juanita, y terminando por mí, recién nacida.) A través del prisma matriarcal, la fortaleza de mis antecesoras -en tanto madres y esposas, y en su profesión de educadoras, su labor cultural en el Centro Vasco, y su militancia política-se convirtió en poder, y el respeto social que recibían (¡y gozosamente aceptaban!) en lo que denominamos legitimidad. En esto consisten la iluminadora belleza de los conceptos sociológicos; también los maravillosos momentos de serendipidad que me llevaron a elegir esta disciplina.
Pero no todo es rosa en la tierra del matriarcado vasco. Dos años después de mi conversación veraniega con Kepa, los relatos de varias jóvenes amigas revelan inconformidades, resistencias, y circunspectas angustias derivadas de la vigencia de esta institución social. Ese es el caso de Nekane, quien durante una reciente sesión de poteo bilbaino describió las geniales excusas que ha utilizado en los últimos años para evitar, con discreción, las salidas con su cuadrilla de madres primerizas. Nekane está saturada de charlas sobre pediatras y pañales (y yo la entiendo). También el caso de Ainhoa, quien hace años decidió separarse de su pareja porque (¡a diferencia de mis queridísimas amamas!), ya no deseaba gobernar en su hogar. Ainhoa deseaba "un hombre con iniciativa propia, que la ayudara a tomar decisiones en equipo, y que no cayera en la comodidad de dejarse llevar". Quería -y ha comenzado a buscar- un par. Comenté aquella noche de poteo que estas experiencias personales no eran algo exclusivo de la cultura vasca, sino que también se daban en otras sociedades desarrolladas donde las mujeres (sobre todo de clase media y alta, y con altos niveles de instrucción) estaban renegociando sus roles, y redefiniendo su identidad. Ainhoa y Nekane estuvieron de acuerdo (¡cómo no estarlo con esa grandilocuente frase de socióloga argentina!), pero me aseguraron que ¡aquí más!, y que el culpable era, claro, el matriarcado.
Es difícil comprobar si las percepciones de Ainhoa y Nekane tienen, o no, un correlato empírico, pero el clásico teorema del sociólogo William Thomas nos indica que, en realidad, no debería importarnos demasiado: "Si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias". En la perspectiva de estas jóvenes vascas, el matriarcado aparece como una institución prácticamente inquebrantable, muchas veces reproducida de manera activa o pasiva por las propias mujeres. Ya sea mediante la educación de sus hijos, la pañalización de sus maridos, o la presión ejercida a las disidentes de las cuadrillas de madres primerizas. Para estas mujeres el matriarcado es nada más y nada menos que una trampa, una imposición social que acarrea la oferta de un supuesto poder que (¿por el momento?) prefieren declinar.