A China del presidente Xi Jinping ha adoptado una política exterior sin precedentes en la historia del país, una política de confrontación dura y hechos consumados que -por ahora- solo se ha frenado ante la inminencia de un conflicto armado.

Los analistas occidentales, en especial los estadounidenses, atribuyen este cambio ante todo al hecho de que Xi gobierne la República Popular de forma autocrática, tomando él -o quizá él y un estrechísimo círculo de colaboradores- todas las decisiones. Los anteriores líderes del Partido Comunista Chino y de la República habían operado siempre de acuerdo con un amplio grupo de asesores y expertos; y estos habían apostado hasta ahora por la paciencia y la negociación, incluso cuando tuvieron que dar marcha atrás en algunas decisiones de envergadura.

En el análisis estadounidense del cambio de la política de Pekín, este se debería a que a un Gobierno colegiado le es muy fácil rectificar porque nadie pierde la cara al rectificar. En cambio, una dirección autocrática no puede desdecirse sin menoscabar el prestigio y hasta el crédito del líder máximo; sería el caso actual en la China de Xi.

Pero incluso si esta visión estadounidense de la conducta china actual fuera cierta, es evidente que no puede ser la única causa. Lo más probable es que al factor autocrático se hayan unido unos cuantos más. Uno, primordial, es la toma de conciencia de Pekín de que la China actual es una gran potencia económica a nivel mundial y, también, de que la cohesión socio-política de ese enorme país ha alcanzado un grado de solidez cuyos antecedentes más próximos habría que buscarlos en la Edad Media.

Otro factor, muy vinculado al mentado más arriba, es la irritación provocada en Pekín por la agresiva política económica y diplomática del presiente Donald Trump. Las teorías -y conductas consecuentes- de este acerca de lo dañinas que pueden resultarles a los EE.UU. y al mundo atlántico en su conjunto los avances mercantiles y científicos chinos se han transformado en cuantiosas pérdidas financieras chinas El acoso a Huawei y su tecnología del 5 G es conocido por todo el mundo, pero no es ni muchísimo menos el único.

Políticamente, Pekín ha sido puesto recientemente en la picota por las naciones democráticas tanto por su política racista (persecución de las minorías turcas de las provincias occidentales) como por sus carencias democráticas (caso Hong Kong) o su ocultismo (primeros meses del estallido de la pandemia del covid-19). Y también en estos casos, en los que la influencia de Trump ha sido nimia o nula, China ha reaccionado con una vehemencia insólita. La prueba más evidente de ello son las tensiones imperantes entre Pekín y Camberra a raíz de las críticas australianas a la conducta inicial china ante el brote del covid-19 en Wuhan.

Esta relación de desencuentros y tensiones chino-occidentales induce aparentemente a ver en Pekín al huésped incómodo de la actual constelación política mundial. Pero quizá sería más correcto verlo simplemente como un nuevo -y grande- protagonista muy seguro de si mismo: la China del siglo XXI.