Bilbao - Andrea Villaseñor, directora del Servicio Jesuita al Refugiado en México, reconoció hace unos días el rostro de un niño de 11 años en un albergue de la capital azteca. “Lo había visto en la caravana anterior. En algún momento del trayecto lo deportaron a Honduras, pero regresó a México”, explica. El niño viajaba solo las dos ocasiones. “Creo que no tiene a nadie”, lamenta Villaseñor. A pesar de las penurias por las que pasaron los miles de centroamericanos que a finales del año pasado viajaron en caravana por todo México, a pesar de que la mayoría fueron deportados y, sobre todo, a pesar de que muy pocos lograron cruzar hacia Estados Unidos -se desconoce la cifra-, una nueva caravana partió el pasado 15 de enero de San Pedro Sula, Honduras.

Como el año pasado, la mayoría de sus integrantes son hondureños, “ahora es un poco mayor el número de hombres, pero sigue habiendo muchas familias”. “Siguen con la idea de irse, de intentarlo, es muy difícil convencerles de que no lo hagan porque no tienen nada que perder. La verdadera crisis está en Honduras, también en el Salvador, Guatemala y Nicaragua, pero sobre todo en Honduras. Es impresionante la cantidad de gente que sigue saliendo”, reflexiona la integrante del Servicio Jesuita al Refugiado, de visita en Hegoalde de la mano de la ONG Alboan.

“Al final, lo que pasa es que llegan y los deportan, es duro pensar en el trayecto que hacen, todo lo que sufren... muchos de ellos, además, no pueden regresar a su país por la situación de violencia”, continúa. Es el caso de dos hermanos que conoció el año pasado en Tapachula (Chiapas). “Los detuvieron en Tijuana y los trasladaron a Ciudad de México, los golpearon en la estación migratoria, después los llevaron a Tapachula. Estuve con uno de ellos, me enseñó las heridas, quería pedir asilo, pero al día siguiente lo deportaron a Honduras. Estoy en contacto con su mamá, volvieron a Honduras y están escondidos porque no pueden volver con ella, están amenazados. Hay mucha gente que no puede estar en sus países”, cuenta la directora del Servicio Jesuita al Migrante.

Actitud diferente Villaseñor explica que, en esta ocasión, “ha habido una intención de desarticular la caravana, de no permitir que hubiera un grupo grande”, aun así calcula que se están moviendo por México unas 8.000 personas. “Ya desde Honduras hubo muchísimos más control por parte del Gobierno hondureño, estaba en la frontera y devolvió a muchísima gente, autobuses con jóvenes menores de edad y también con familias que no llevaban la documentación completa de sus hijos”, apunta. Otra de las grandes diferencias respecto al año pasado es que el Gobierno mexicano decidió repartir visados por razones humanitarias a quienes lograron llegar a México. Se trata de unas tarjetas que permiten al migrante o solicitante de asilo estar en el país durante un año y trabajar.

“El Gobierno de México no quería que se repitieran las imágenes de la frontera, no querían policías ni armas”. Y luego ha habido una respuesta de los gobiernos estatales y locales de facilitar el paso a los migrantes “para pasar la bola al siguiente cuanto antes”. Un grupo grande llegó este mes a la frontera con Estados Unidos, en esta ocasión a Piedras Negras (estado de Coahuila, fronterizo con Texas). Estaba compuesto por 2.000 personas, que fueron ubicadas en un albergue, que ya ha sido clausurado. “Ha habido denuncias de Médicos Sin Fronteras de cómo estaba el espacio y que no los dejaban salir. Dicen que era por su seguridad, para evitar agresiones de la gente local, los llevaban en perreras (camionetas de los servicios migratorios) a comprar al OXO (supermercado)”, lamenta Villaseñor.

Algunos migrantes trataron de ingresar a Estados Unidos por el río, pero la gran mayoría fueron detenidos. El resto han sido recientemente reubicados en otras ciudades del norte del país a través de ofertas de empleo. “Otra de las diferencias era que el Gobierno mexicano ha ofrecido empleos temporales a la gente en las grandes obras que se plantean. Pero no nos olvidemos de la situación de México, ofrecen el salario mínimo y el salario mínimo en México es de 180 euros al mes. Son trabajos que ni los mismos mexicanos quieren. En Tijuana están un poco mejor pagados, 250 euros al mes, pero son trabajos en las maquilas, que ya mucha gente mexicana no quiere hacer. Tienen unos niveles de rotación altísimos y necesitan consumir mano de obra continua”, explica Villaseñor.

Deportaciones La política de repartir visados y ofrecer empleos se comenzó a aplicar ya en Tijuana, donde miles de centroamericanos quedaron varados durante semanas generando una gran crisis humanitaria. “En Tijuana se puso complicado, las condiciones del espacio eran terribles, hubo hostilidad por parte de la sociedad civil... Tijuana está muy acostumbrada a que llegue gente de todos lados, la mitad de su población no es de Tijuana, pero esto desbordó todas las capacidades y dinámicas de la gente de los albergues”, analiza la directora del Servicio Jesuita a Refugiados en México. “Es muy difícil saber qué paso, hubo personas que accedieron a programas de empleo, otras intentaron cruzar a Estados Unidos y muchos fueron deportados”. No tienen cifras de deportaciones y tampoco registros de las personas que ingresaron a México. Falta información. Villaseñor reconoce que “seguirles la pista es muy difícil”. “A nivel de red estamos pensando en sentarnos, hacer un análisis de quiénes son los que están viniendo, qué necesidades tienen, comprender un poco mejor estos éxodos, sin olvidar que siguen existiendo los flujos regulares que ha habido siempre”, señala.

Un mes después de comenzar a repartir los visados, el Gobierno de México ha dado por concluido el programa y la política vuelve a centrase en las deportaciones. “Estamos con bastante preocupación, esta última semana estamos viendo mucha criminalización hacia los migrantes que juegan un papel de liderazgo, muy rápido los identifican, los detienen y los deportan, también a activistas y defensores de derechos humanos que acompañan a la caravana”, alerta.