El 8 de agosto de 1897 en el balneario de Santa Águeda, en el barrio de Gesalibar de Arrasate (Gipuzkoa), tuvo lugar un magnicidio que acabó con la vida del por entonces presidente del consejo de ministro de España, Antonio Cánovas del Castillo y que de rebote fue el acta de defunción de este aristocrático establecimiento, el cual en apenas un año pasó a convertirse en manicomio -lo sigue siendo en la actualidad-.

El autor del atentado fue un anarquista italiano llamado Michele Angiolillo, quien descerrajó tres tiros a corta distancia a Cánovas, quien en ese momento se encontraba leyendo un ejemplar del periódico La época, mientras, sentado en un banco, esperaba a su mujer para entrar al comedor del balneario.

Angiolillo, que se había registrado en Santa Águeda unos días antes bajo el nombre falso de Emilio Rinaldini como corresponsal del periódico italiano Il Popolo, disparó tres veces contra el presidente, en una suerte de justicia o, más bien, de ajuste de cuentas poético, pues tiempo atrás Cánovas había alardeado de necesitar tan solo tres balas -una para Martí, otra para Maceo y otra para Gómez- para acabar con la guerra en Cuba (aunque también es cierto que en otra ocasión se había mostrado dispuesto a gastar hasta la última peseta del tesoro nacional y la última gota de sangre de los españoles con el mismo fin, y era esto más bien lo que estaba sucediendo).

Las bombas anarquistas

Se ha especulado, de hecho, con la teoría de que Angiolillo actuara a las órdenes de los independentistas cubanos, pero lo cierto es que el italiano reivindicó en todo momento el atentado como una venganza personal por las muertes, encarcelamientos en masa y brutales torturas que padecieron cientos de anarquistas en el castillo-prisión de Montjuich, tras un atentado con bomba durante la procesión del Corpus, en Barcelona, el 7 de junio de 1896, que segó la vida de doce personas y cuya autoría fue puesta en cuestión dentro de los propios círculos anarquistas (la bomba, alegaban, fue sospechosamente arrojada en la parte final del cortejo, cuando ya solo desfilaban civiles, y no al paso de las autoridades).

Sea como fuere, lo cierto es que durante aquellos años los magnicidios anarquistas estaban a la orden del día: solo unos días después del atentado de Angiolillo el presidente francés, Faure, fue atacado con una bomba; en 1894 otro italiano, Sante Gerónimo Caserio, apuñalaba mortalmente a otro presidente de la república francesa, Marie François Sadi Carnot; y el propio Cánovas había salido ileso de otro atentado el 20 de junio de 1893, después de que dos anarquistas colocaran una bomba, que les estalló entre las manos, a la puerta de su domicilio en Madrid.

No deja por todo ello de resultar sorprendente la libertad con la que se movió en Santa Águeda Angiolillo, quien desechó varias tentativas antes de elegir el momento idóneo para matar a Cánovas, y eso a pesar de que este contaba con una escolta policial de una decena de hombres. Claro que también es cierto que además acompañaban al presidente algunos periodistas, como supuestamente lo era Angiolillo, los cuales a diario reportaban por telégrafo las últimas noticias relacionadas con él: con quién despachaba, qué telegramas recibía y contestaba, incluso cómo evolucionaba su estado de salud o qué tratamiento llevaba en el balneario (Cánovas sufría de un exceso de glucosa en la orina), con lo cual tampoco tenía que resultar del todo extraña la presencia de un corresponsal italiano, si bien es cierto que Angiolillo tal vez no las tenía todas consigo y al inscribirse en Santa Águeda alegó sufrir faringitis crónica; y de todos modos, a juicio de el periódico El Liberal, tampoco llamaría la atención su acento extranjero puesto que este “en tales sitios no choca, entre otras razones porque los vascongados al hablar nuestro idioma tampoco lo hacen muy correctamente”.

Un paparazzi en Santa Águeda

Tampoco debía estar muy bien protegido el presidente dos años atrás, cuando en otra de sus estancias en el balneario un periodista del semanario Nuevo Mundo le robó una foto mientras tomaba un baño en uno de los gabinetes, al parecer con la complicidad de dos fogosos trabajadores del establecimiento, a los cuales el proto-paparazzi recompensó facilitando los medios para que los amores que mantenían en secreto llegaran a buen puerto, es decir, cediéndoles su habitación.

Además del corresponsal de La época, el periódico que Cánovas leía cuando fue asesinado (aunque otras fuentes de la época también dicen que se trataba de El Liberal, pero nosotros nos quedaremos con el primero para aventurar una hipotética y lúgubre coincidencia, como es el hecho de La época publicaba en esas fechas un folletón del escritor Juan Valera, en cuyo capítulo de aquel día uno de los personajes soltaba esta premonitoria frase: “¡Abre paso, tunante, o te levanto la tapa de los sesos”), había al menos otro enviado especial, el señor Torres, de La Correspondencia de España, que se encontraba sentado a solo unos metros del presidente en el momento del magnicidio.

Testigo, pues, de primera mano, al señor Torres los nervios o la responsabilidad parecen atenazarle, y lo que debería ser una exclusiva se convierte en un relato confuso, en el que en un primer telegrama Angiolillo dispara dos veces sobre él y otro bañista que acuden heroicamente a socorrer a Cánovas, mientras que en una segunda comunicación los disparos se efectúan sobre el propio presidente.

¿Rinaldi o Rinaldini?

Es confuso también, en esas primeras horas, el nombre real del magnicida, a quien en algunos diarios se identifica inicialmente como Michele Angine Golli; y lo sigue siendo hasta nuestros días el nombre ficticio, pues en algunas fuentes se habla de Emilio Rinaldi y en otros de Emilio Rinaldini, y tampoco ayuda a resolverlo la hemeroteca, pues en los diarios de aquellos días nos encontramos con ambas formas. Tal vez nos incline a decidirnos por Rinaldini el hecho de que el escritor y periodista José Nakens refiera en un artículo de la época publicado en El imparcial el encuentro que tuvo con Angiolillo en Madrid días antes del atentado y cómo este le entregó una tarjeta de visita en la que el italiano se identificaba como “Emilio Rinaldini, tenedor de libros”, o que el propio Nakens le dedica uno de sus libros -Verdades al pueblo (Juan Lanas)- en estos términos: “A mi distinguido compañero en la prensa italiana, Emilio Rinaldini”. El escrito de Nakens, por lo demás, tiene una clara intención exculpatoria (de sí mismo), pues en el referido encuentro, si bien Angiolillo le revela su intención de atentar contra Cánovas, el rey o la Regente, Nakens asegura no creer que hable en serio ni verlo capacitado para un acto de esa envergadura.

También el aspecto y la fisonomía de Angiolillo es descrito de formas contradictorias por diferentes corresponsales. Mientras algunos advierten de las sospechas que había despertado en el balneario su comportamiento taciturno y la humildad de su traje, otros refieren que su aspecto era pulcro y refinado. No cuesta, por el contrario, distinguir a los plumillas que cargan las tintas y tratan de indisponer a sus lectores contra el anarquista, utilizando epítetos como repugnante y monstruoso (lo cual como señala el periódico El imparcial responde a un lenguaje que necesita su mise en scene: un tipo desarrapado, hambriento, de mirada atravesada y amenazadora... y a continuación añade: “Nada de eso. El homicida es un joven fino, elegante, simpático (...). Es la distinción en persona”). En realidad, los insultos a Angiolillo no hacían demasiada falta si de lo que se trataba era de ir preparando la condena a muerte, que se ejecutaría a garrote vil apenas unos días después en la cárcel de Bergara, hasta la cual fue trasladado en omnibús desde Santa Águeda.

El verdugo de Angiolillo

El verdugo que lo ajustició y que al parecer inspiró años después a Berlanga el protagonista de su película homónima, El verdugo, se llamaba Gregorio Mayoral Sendino y se tomaba su trabajo muy en serio: había modificado sus herramientas para provocar a la víctima el menor daño y el tránsito más veloz a la otra vida, ensayando para ello con gatos y perros callejeros o incluso utilizando su propio cuello para ajustar el corbatín de hierro, y portaba dichas herramientas en una funda a la que llamaba la guitarra. “Con la música a otra parte”, dicen, de hecho, que decía, una vez acabado su trabajo.

Por lo demás, del mismo modo que el distinguido balneario de Santa Águeda pasó a convertirse tras el atentado en un manicomio, la antigua cárcel de Bergara, en la que el asesino de Cánovas fue ejecutado, es hoy un gaztetxe y su biblioteca, ubicada en la celda en la que pasó sus últimos días, lleva el nombre del magnicida: Michele Angiolillo.

Aunque para paradójico aquello que Antonio Cánovas del Castillo confesaba a sus allegados cada vez que tomaba las aguas en Santa Águeda: “Este lugar me da la vida”, sin sospechar que sería precisamente ese lugar el que acabaría quitándosela.

El autor

Patxi Irurzun

Patxi Irurzun (Iruñea, 1969), es autor, entre otros títulos, de ‘Los dueños del viento’, ‘Dios nunca reza’ o ‘La tristeza de las tiendas de pelucas’. www.patxiirurzun.com

El magnicidio contra Antonio Cánovas del Castillo fue perpetrado por el anarquista italiano Michele Angiolillo

El autor nos cuenta varios detalles curiosos sobre el atentado y la ejecución a garrote vil de Angiolillo en la cárcel de Bergara