Nuestro ilustrísimo conde es Ignacio de Murua y Balzola (Bergara 1863-1953), hijo de José Mª de Murua Gaytán de Ayala y Cipriana de Balzola Goya, que reunió en su persona los títulos de IV Conde del Valle por línea paterna y III Marqués de Balzola por la materna, además de una gran fortuna y mayorazgos cuyas rentas le permitieron vivir acorde con su estatus social. Nació y vivió como correspondía a su linaje en el palacio familiar Errotalde-Rotalde de Bergara que un antepasado suyo, hijo del caserío bergarés Elorregi Murua, adquirió y remodeló como palacio al volver de Sevilla, en 1656, tras haber hecho fortuna con el hierro vascongado en el comercio de Indias. Recibió una esmerada educación, doctorándose en Derecho aunque no ejerció, viajó y participó de las novedades tecnológicas de su época como los automóviles y la fotografía, al tiempo que como rentista disfrutaba de la vida en el campo, dedicado a la caza y a la equitación. Casó en Madrid con Pilar Labayen y Aranzabe, mujer de fortuna, cuyo capital unido a las rentas que producían sus caseríos de las cuencas del Deba, Urola y el Duranguesado le permitieron disfrutar de una vida acomodada no exenta de engaños e intrigas que enturbiaron sus últimos años de vida. Sin descendencia directa, con su muerte desaparecía no solo un linaje construido con pericia, litigios, títulos, cambios de bando y enlaces matrimoniales sino un estilo de vida cuya magnificencia se escondía detrás de los muros de su palacio de Rotalde en Bergara.

Sirvan estas pinceladas de su biografía entresacadas de la interesante y entretenida publicación digital de Alfonso de Otazu: El fotógrafo frente a la cámara y de cerca. Notas sobre el Conde del Valle, (https://static.bergarakoartxiboa.net/pdf/El Conde del Valle fotografo.pdf), para conocer al personaje cuya afición por la fotografía nos permitirá volver al pasado y entrar en la intimidad de su casa palacio.

La afición a la fotografía de Ignacio de Murua y Balzola le llevó a retratar el transcurrir de su apacible y acomodada vida familiar y la de su círculo de amigos y parientes, al tiempo que, consciente o no, se servía de ella para inventariar gráficamente sus bienes y patrimonio; la casa y los jardines, los perros, caballos y coches que tanto amaba, los caseríos y heredades e incluso a sus inquilinos esperando para entregar la renta anual, instantáneas que, en palabras de Alfonso de Otazu, resultan el mejor complemento a cualquier información que podamos obtener en documentos o libros.

Palacio Rotalde La casa familiar, el palacio Rotalde o Santa Ana, tal y como se le conocía en Bergara por encontrarse la ermita de dicha advocación dentro de sus lindes, fue una y otra vez retratada por fuera y por dentro, permitiéndonos con ello entrar en el espacio privado, íntimo de la familia, y vislumbrar una mansión bien amueblada y ornamentada, aunque distante de los lujos que contenían los palacios que tanto el propio Conde como sus congéneres de clase poseían en Madrid.

Las imágenes fotográficas nos remiten a un ambiente habitado, invitándonos a cruzar el umbral del zaguán tras recorrer el camino de grava entre árboles y parterres de flores.

Entrar en un ambiente de luz tamizada por los cortinajes en puertas y ventanas y los suelos de madera alfombrados, en el que se suceden las estancias destinadas a las reuniones familiares y las visitas. Deambular bajo los techos artesonados y las arañas de cristal, casi tocar los muebles, escuchar el acompasado tictac del reloj, intuir la identidad de los retratos que cubren sus paredes tapizadas, curiosear los gustos literarios y artísticos de sus dueños y admirar los objetos que formaban parte de su cotidianidad, resultado de legados y herencias. Un complejo y ecléctico mundo de información acerca de gustos, sensibilidades, modas, comportamientos y aficiones más allá de lo puramente cotidiano y funcional.

Dentro de este particular universo conviven objetos cuyo componente inmaterial esconde retazos de la historia familiar, que el conde, mediante la fotografía, rescató del olvido. Una de esas historias familiares se encuentra en el comedor, una habitación cuadrada situada de frente a la puerta de entrada a la casa, comunicada con las cocinas y con el gabinete y la sala, aglutinando el corazón de la planta baja de Rotalde, una distribución que, acorde con el ideal burgués de recepción y ostentación, ya había sido establecido, en 1766, por el Conde de Peñaflorida en su Discurso sobre la Comodidad de las Casas. Centrada en la habitación se sitúa la mesa de carácter rústico con su sillería bajo una lámpara de luz eléctrica de poleas y en derredor las paredes, estantes y aparadores aparecen revestidos de bandejas, cristalerías y vajillas. Entre todas ellas sobresale la protagonista de nuestra historia, una magnífica vajilla de China de más de 300 piezas llegada a Rotalde, en 1860, desde Arrona-Arroa (Zestoa), formando parte del arreo de Cipriana Balzola, madre del conde, pero cuya historia arrancaba en Manila un siglo antes.

La vajilla es de exquisita porcelana, decorada con un ramillete de peonias y fina filigrana de flores de lis o punta de lanza en tonos rosas, que pertenece a las denominadas porcelanas de Compañías de Indias (periodo Qianlong 1736-95), elaboradas en China con destino al mercado europeo. Estas porcelanas, junto con otros productos exóticos, fueron importadas, en el siglo XVIII por miembros de familias vasco-navarras partícipes de las Carreras de Indias, como paradigma de su nuevo estatus de indiano enriquecido al volver a sus lugares de origen. En este caso la vajilla formada a su llegada, por 444 piezas fue traída en cuatro cajones por el oficial de la Real Armada Ignacio Balzola Larrache en agosto de 1770, a su regreso a Cádiz desde Filipinas a bordo de la fragata Santa Rosa de Lima.

Ignacio Balzola Larreche Ignacio era hijo de Joseph de Balzola y Ana de Larrache, vecinos de Arrona, de los cuales, en su condición de primogénito, heredó los vínculos de Balzola y Larreche. Nació en Zestoa en 1724, se casó por poderes con Mª Concepción de Alcibar y Acharan, en Santa Mª la Real de Azkoitia, el 26 de mayo de 1771, con la que tuvo cinco hijos, tres varones y dos mujeres. En su cometido de capitán de fragata, se distinguió en la lucha contra los ingleses, cuando el almirante Samuel Cosnish intentó, en 1762, apoderarse del archipiélago. En 1770 volvió a la metrópoli, como segundo comandante de la fragata de S. M. Santa Rosa, a las órdenes de José de Soroa Lorea, trayendo a bordo a sesenta y ocho expulsos de la Compañía de Jesús y valiosos objetos de China, pero volvió de nuevo a las Filipinas donde, el 5 de febrero de 1771, recibió la patente de Alférez de Navío. Al poco tiempo abandonó la carrera militar, regresando al país para ocuparse de su hacienda, que amplió en 1778 con nuevo mayorazgo y vínculo con la reedificación de casa con huerta cercada de pared, en las proximidades de la parroquia de San Esteban de Arrona y, bienes raíces en su jurisdicción y en las de Getaria, Azkoitia y Zumaia con caserías, tejera y dos molinos.

La nueva casa erigida por Ignacio en Arrona será la casa familiar y la de su descendencia y a ella estaban destinados los magníficos y exóticos objetos traídos desde Filipinas, entre los que se encontraban las porcelanas chinas y que, sin lugar a dudas, llamarían poderosamente la atención, primero de su futura mujer y después de familiares e invitados. La vajilla se componía de un gran número de platos para atender a los numerosos comensales, además de piezas no tan habituales como los enfriadores de copas, las mancerinas para el chocolate, los convoyes para las especias y entre las fuentes de servicio las cuatro soperas con forma de gallo, ganso, cabeza porcina y bóvido con sus respectivos platos de presentación que, con seguridad, generarían gran estupor entre los comensales del recién llegado. A su muerte, la vajilla se componía de 391 piezas entre mayores y menores, según el inventario de bienes realizado por su viuda, en 1784. Las porcelanas permanecieron en Arrona durante cuatro generaciones, hasta su traslado a Bergara a finales del siglo XIX donde abandonando su función de servicio de mesa fueron utilizadas por el Conde para engalanar el comedor. Con ello la vajilla fue revestida de un nuevo uso, el decorativo, al tiempo que servía a su propietario de motivo de orgullo y ostentación ante sus iguales convertido en memoria de un pasado glorioso.

En la actualidad, al menos 169 piezas de la Vajilla Balzola, tal y como es denominada hoy día, se conservan en las colecciones de varios museos estatales formando parte del Patrimonio Histórico Español, gracias en parte a las fotografías que le sacó el conde en su casa de Rotalde, hoy conservadas en el Archivo Municipal de Bergara, relacionándola de este manera con su ascendiente, Ignacio de Balzola, ya que las porcelanas de Compañía de Indias sin blasón nobiliario como es el caso, una vez que salen de la esfera de sus dueños y descendientes quedan huérfanas de su intrahistoria.