EL hastío suele ser un gran aliado de los perpetradores de injusticias. Esperan sentados a que los que las denuncian se cansen y dejen de dar la matraca. Es lo que me temo que está haciendo la (por llamarla de alguna manera) Justicia polaca en el caso del periodista vasco Pablo González. Por estos días se cumplen ya siete meses de su detención por causas que permanecen en la más absoluta de las oscuridades. Ayer mismo supimos que un tribunal de apelaciones se fumó un puro con el recurso que había presentado su defensa contra la decisión de prorrogar la detención de Pablo. Y aquí me tienen, levantando mi humildísima pluma contra la enésima arbitrariedad. No he cedido a la tentación del desánimo y me alegra que buena parte de mi profesión en Euskal Herria tampoco lo ha hecho. Lo comprobamos, sin ir más lejos, el pasado domingo, cuando los directores de los principales periódicos del país —miren que hay diferencias entre nosotros— pusieron su firma bajo un texto que reclamaba la puesta en libertad de nuestro compañero y, en todo caso, el respeto a sus derechos básicos.

Es una iniciativa necesaria que debería cundir más allá de mi gremio. No me canso de repetir que si yo estoy a pie de denuncia no es porque Pablo González sea periodista, que también, sino fundamentalmente, porque es un ciudadano de un estado de la Unión Europea que lleva ya siete meses preso sin garantías en otro estado de la Unión Europea. No es la libertad de expresión el único derecho conculcado. Son unos cuantos más. Y eso nos concierne a todos independientemente de nuestro oficio.