NADIE sale de su asombro en el entorno de Dani. Con lo buen tío que es. Sus amigos no entienden que le acusen de agredir y violar a una mujer porque, conociéndole, no le ven en esa tesitura. Su amigo Xavi, por ejemplo, está tan desbordado por el shock que, cuando le preguntan, contesta que lo siente por él. Luego pensaría también en ella. Igual.

Los humanos somos muy buena gente hasta que se nos conoce el primer bofetón, el primer acoso o el primer navajazo. Puede ser a los 11 años o a los 40 pero, hasta entonces, gozamos de la debida presunción de inocencia. Entre esta y el linchamiento hay espacio suficiente como para que no nos sintamos atosigados. Para que los danis disfruten de la garantía de no ser acosados pero también de la seguridad de que serán reprobados y castigados por sus comportamientos.

Nuestros danis gozan de la primera más que los ajenos. La toxicidad que contamina la masculinidad –sea lo que sea eso– se dispara en ciertas condiciones. El grupo extiende la toxina y a un buen tío que te abraza cada vez que se va de copas contigo, que te ha aguantado el pedo o te ha llorado la frustración no se le puede dejar tirado por una mala noche. La toxina actúa así en el proceso mental: atenúa la ética del civismo, inflama la hormona que cosifica a los demás; sobre todo a las demás. Apenas hemos superado el vómito de aquella manada cuando surge otra que la considera su ejemplo. Y agrede, veja y viola a mujeres y se lo cuentan entre ellos, otra muesca en la empuñadura de su masculinidad –sea lo que sea eso–. Y, en su entorno, nadie imagina nada. Con lo buenos tíos que son. Y ellas, agredidas, vejadas, insultadas y juzgadas asisten a todo haciendo acopio de dignidad, sorprendidas de preferir que toda la situación acabe pronto, aunque no acabe bien. Y demasiadas veces no les basta con ser buenas tías; les exigimos que sean heroínas para empatizar con ellas.