É que incurro en herejía propia de anatema, pero me aburren mortalmente los rasgados de vestiduras rituales de cada 3 de mayo (o sea, ayer), requetepomposo día de la libertad de prensa. Y me hastían especialmente, si las venidas arriba provienen, como suele suceder inequívocamente, de aquellos de mis compañeros -favor que les hago- del gremio plumífero cuya mayor incomodidad en el desempeño de su oficio es que les llegue tarde el taxi que les llevará a la tertulia de la tele a chopecientos pavos la hora.

Quiero decir que sí, que está muy malito el oficio este de contar las cosas, y que seguramente cada vez se está poniendo peor. Pero ya no es solo la precariedad o los poderes establecidos y, por eso mismo, perfectamente reconocibles, echándonos el aliento en la nuca para que no nos pasemos ni media. Creo que lo peor es que en los últimos años el ejército de censores oficiales se ha visto engordado por innumerables guardianes de la moral que quizá no tengan una dirección social reconocible en sede oficial, pero sí una brutal capacidad de presión para que la peña no se desvíe de los mensajes correctos. Es para llorar mil ríos, pero hoy los mayores depredadores de la libertad de prensa (y, por extensión, de la de expresión) son muchos de los que ayer mismo se colgaron en la liana de la fecha y compusieron épicas proclamas en su nombre. Eso, mientras se cuidan de evitar, a base de escupitajos dialécticos, linchamientos en las redes o condenas a la muerte civil, que haya quien se atreva a poner sobre la mesa de debate los asuntos que la superioridad moral imperante ha declarado tabúes.