ENGO dicho mil veces que no se me dan bien las profecías. Sin embargo, en el minuto en que tecleo estas líneas albergo pocas dudas de que la declaración de emergencia sanitaria en la demarcación autonómica está al caer. Quizá nos lo anuncien hoy mismo en la comparecencia que sigue al Consejo de Gobierno. Casi seguro, al mismo tiempo se nos dará cuenta de nuevas restricciones. Ya no me atrevo a decir de qué alcance, pero será mejor que vayamos concienciándonos de que, contra lo que creíamos, estas navidades tampoco son las que soñábamos hace apenas un mes. Mucho tienen que cambiar las cosas para que podamos volver a juntar a la familia en torno a una mesa. Y, como ya escribí el otro día, será mucha suerte -o mucha temeridad- que podamos celebrar cenas de cuadrilla o de empresa en las próximas semanas. De Santo Tomás en Donostia o Bilbao, vayamos olvidándonos. Igual que de cualquier concentración masiva de aquí a no sabemos cuánto.

Pese a que Europa nos pide que nos preparemos para lo peor por la irrupción de la variante ómicron cuando todavía seguimos multiplicando los contagios de la delta, lo tremebundo es que la ciudadana y el ciudadano de a pie está, estamos, en otra clave. Vivimos en una realidad paralela que se niega a aceptar la evidencia de los datos. Hemos hecho planes para las celebraciones y parecemos no estar dispuestos a aceptar esta vez que nos los cambien. Ahí las autoridades sanitarias van a tener que sudar tinta china para hacernos entrar en razón. Ya sabemos que los jueces locales no van a colaborar en absoluto. No queda sino entonar un sálvese quien pueda.