En Islas Orcadas tuvimos un tiempo de lo más variado: días soleados, nublados, ventosos, fríos e incluso calor. Esos días disfrutamos de unos paisajes de extraña belleza. Como nos movíamos por una superficie relativamente pequeña persiguiendo nuestro bloom de fitoplancton, el paisaje que veíamos era prácticamente el mismo todos los días, pero desde distintas posiciones. En uno de esos atardeceres espectaculares, con las Islas Orcadas totalmente cubiertas por nieve, decidimos acercarnos a visitar los dos imponentes icebergs que veíamos a diario. Ver estos monstruos de cerca es una experiencia sobrecogedora, sobre todo al pensar que la parte sumergida es varias veces más grande que la que asoma en el exterior.

Sorprendentemente, nos pasó algo que pocas personas tienen la oportunidad de ver y, según dicen, solo sucede una vez en la vida; aunque a nosotros nos pasó varias veces en un mes y medio. Estuvimos alrededor de media hora al lado de uno de los icebergs y extrajimos pequeños trozos de hielo que se desprendían para realizar algún experimento. Hasta ahí, todo normal: una visión increíble de distintos tonos azules, aves y pequeños icebergs que flotaban alrededor. Sin embargo, al llegar al buque nos informaron de que había un iceberg que se estaba rompiendo y se daba la vuelta, y era el que acabábamos de visitar.

Resulta que cuando los icebergs se derriten llega un momento en que se dan la vuelta sobre sí mismos y la parte que se encuentra sumergida sale a la luz. Dicho iceberg, que poco antes estaba entero y tenía un aspecto compacto con una parte superior aplanada; de repente pasó a tambalearse e iba desprendiendo trozos de hielo del tamaño de pequeños edificios. Su parte inferior emergió del océano cual kraken y quedaron visibles los tonos azulados y las formas de hielo onduladas de su sección sumergida.

No solo eso, Islas Orcadas nos ofreció la experiencia «faunística» más intensa de la vida de muchos de nosotros. Al trabajar en una zona aislada para muestrear el agua más superficial del océano Antártico con cinco mil metros de profundidad bajo nuestros pies, sucedían cosas increíbles. Los animales del entorno se acercaban a nosotros como si fuésemos un enorme trozo de madera a la deriva, por lo que tuvimos visitas de aves como petreles gigantes (Macronectes giganteus), albatros de ceja negra (Thalassarche melanophrys), skúas del polo sur (Stercorarius maccormicki), etc.; algunas de las cuales, con su envergadura de varios metros, planeaban sobre nosotros o venían nadando como si fuesen patos.

Un par de veces se acercaron a la embarcación lobos marinos antárticos (Arctophoca gazella) que nos miraban con muchísima condescendencia y nadando a nuestro lado durante unos instantes para después alejarse lentamente. Aunque, sin duda alguna, las grandes estrellas fueron los pingüinos barbijo (Pygoscelis antarcticus). Absolutamente todos los días se acercaban a nosotros nadando, saltando y buceando. Les llamaba muchísimo la atención el espejo que introducíamos en el agua y se acercaban en grupillos de cuatro o cinco para verlo. Hasta que un día, un pequeño pingüino bautizado como Mikjail por parte de la tripulación, se nos acercó demasiado.

El pequeño Mikjail siempre iba solo hasta que nos encontró y, tras dar varias vueltas alrededor de la zódiac, ¡se atrevió a saltar dentro! No contento con saltar una vez lo intentó en numerosas ocasiones más y al final estuvo con nosotros en unas cuatro ocasiones. En conclusión, podríamos decir que, en Islas Orcadas ni siquiera los pingüinos te tienen miedo. Es lo que sucede en los lugares donde no habita el ser humano o, donde habita, pero no hace ningún tipo de daño a la fauna.