ASÍ quiso Dios que fuera. En aquel tiempo se nos unió un renegado parto que jamás aceptó la disciplina de la caballería auxiliar romana en las legiones de la frontera escita. Nunca aprendió latín y solo farfullaba cuatro palabras en las lenguas de Judá. Intentaba que entendiéramos su imposible pahlavi arsácida que ni siquiera los pastores que viajaban muy al norte conocían. Después, de entre los caravaneros que cruzaban las estepas de los hombres pequeños, escuchamos palabras similares.

Le hizo entender al Maestro, Emanuel, que luego llamarían Cristo, que él era sacerdote del ídolo cuyo nombre es Ahura Mazda, el Cielo Infinito. Y que quería ser testigo de los prodigios que el Maestro, que llamarían Jesús, obraba. Todos estuvimos conformes. También las mujeres. El Profeta del Cielo lo llamábamos. Y a él le pareció bien.

Era frugal. Le bastaba con pan, aceitunas y agua. Atemorizaba con sus enormes ojos negros y almendrados. Se dejaba suelto el largo cabello ensortijado. Sus ayunos eran frecuentes. Oraba al sol del amanecer. Pronunciaba prolongados conjuros y lamentos al crepúsculo, alzando los brazos desnudos hacia el oeste y mesándose las barbas. Siempre estuvimos convencidos de que algo se quebró en su interior hacía tiempo. Quizá alguna sangrienta batalla en Escitia lo enloqueció. A ciertos hombres les sucede. No resultaba raro que masticara tierra o raíces. Pero escuchaba en silencio las parábolas y sermones del Hijo de Dios. Y admiraba sus prodigios.

Por entonces hacía varias estaciones que los sacerdotes del templo y el gobernador romano creían que habían comprado a nuestro hermano Judas el de Queriot. Las monedas de su soborno nos servían para pagar provisiones, porque ya no pescábamos en el lago y nuestro día a día era el de seguir al Maestro por Galilea y el resto de las tierras del reino. Eran cientos quienes se nos acercaban en aldeas, caminos y mercados. Ni los sacerdotes del templo ni el invasor romano sabían que sus monedas compraban el vino que tomábamos; o que, en realidad, Judas el de Queriot nos informaba de los movimientos de los guardias de Herodes y las centurias del gobernador, haciéndoles creer que les revelaba a ellos nuestros planes y recorridos.

Esa noche, Judas acudió al lugar convenido. Le esperábamos Natanael el de Caná, Simón el Zelote y yo. El gallo aguardaba para cantar sobre la tapia del huerto junto a Getsemaní.

-El sanedrín quiere que entregue al Maestro, hermanos. Y a no mucho tardar. Si no cumplo nos sujetarán con grilletes a todos y los romanos nos llevarán a galeras. O nos colgarán en algún cruce de calzadas a las afueras de Jerusalem. Será el final.

Las nuevas que el de Queriot trajo nos embargaron de preocupación y dudas. Huiríamos. Y protegeríamos a Emanuel, al que llamarían Jesucristo. En aquel momento se acercó El Profeta. Quizá nos bendijo. Se prosternó para recibir el amanecer. El gallo cantó tres veces y supimos qué hacer. Dios nos iluminó.

Dos jornadas después, sucedió. La tropa de sayones nos rodeó. Y Judas señaló al hombre con la marca acordada. Besó en la mejilla al Profeta. Nataniel se llevó al Maestro a la aldea de las colinas. Simón el Zelote blandió su espada como si fuera a defender al parto. Las mujeres lloraron. Y todos gritamos, nos desgañitamos en lamentaciones y nos partimos las túnicas y nos vertimos ceniza en el pelo.

La noticia de que habían detenido al Hijo de Dios corrió como una llama entre la paja seca. El Profeta, torturado y enloquecido, repetía letanías en su pahlavi arsácida señalando al Cielo Infinito. Cubierto de sangre y tumefacto, el gobernador lo sacó al balcón del palacio. Nosotros mismo, repartidos por el foro, clamamos. “¡Suelta a Barrabás, a Barrabás!”.

Camino al Gólgota, las mujeres le consolaban y restañaban sus heridas. Todos maldecíamos y simulamos intentonas de liberarle. Jossue, el de Arimatea, y Nicodemo, que eran de los nuestros, le ayudaron con el leño del suplicio. Expiró en el calvario, con los ojos vueltos al sol que se iba. Susurraba. Y nosotros cantamos sus palabras. Las que precisábamos y ya teníamos escritas.

Descolgamos su cuerpo. Juan, el de Zebedeo, dibujó su estampa. Sin lavarlo, por no descubrir su rostro, lo envolvimos en el sudario y, entre grandes señales de dolor, lo depositamos en el sepulcro de Jossue, el de Arimatea. Sellamos la tumba. Lo más sencillo fue emborrachar a los guardias. Rompimos el sello y robamos el cadáver. Las mujeres juraron haber visto al Maestro caminando. Las multitudes se agolparon ante la cueva sin muerto. Otros proclamamos que el Cristo había aparecido junto al lago. O en la montaña. O en una lejana comarca.

El dibujo de Juan el Zebedeo pasó de mano en mano hasta Nataniel. Un cirujano hábil y comprometido y las sanguijuelas grabaron las mismas heridas en el cuerpo del Maestro. Las sangrías del cirujano le proporcionaron un aspecto cerúleo. Con las cicatrices en la piel, Emanuel retornó a Galilea. El resucitado. Así aconteció. Porque Dios lo quiso.

La responsable del equipo arqueológico levantó la cabeza de su tablet y dejó de leer.

-Es lo que dice el rollo 34-T de los encontrados en Qumrán. Lo datamos, sin lugar a dudas, en el siglo I. Lo firma Tomás Dídimo.

El cardenal apretó los labios antes de responder.

-Incinérelo.