OY los tiempos son otros, con una sociedad más laica y la religión fuera de la primera línea de batalla ideológica, lejos de las primeras páginas. Pero durante buena parte del siglo XX fue de manera distinta y el clero jugó muy diversos papeles en aquella frenética y trepidante obra de teatro de vida. Ahí aparece en escena José María Cirarda. Testigo del bombardeo de Gernika, fue prelado en Bilbao y Pamplona, entre otras diócesis, en tiempos del franquismo. El propio Franco consideraba al arzobispo como “subversivo” y el propio Cirarda, en sus memorias (2011), revelaba datos reveladores de la compleja época que le tocó vivir. “Todo era tan difícil -confiesa- que en una de mis frecuentes visitas a Roma en aquellos días le dije a Pablo VI que me estaba obligando a trabajar como los equilibristas de un circo, que corren sobre dos caballos, apoyado el pie derecho en uno y el pie izquierdo en otro”.

Nacido en Bakio y en una familia muy religiosa, consideraba a su madre “una de las mayores gracias que he recibido de Dios a lo largo de mi vida”. De vocación temprana -“siempre estaba jugando a cura”-, cursa estudios sacerdotales en la Universidad Pontificia de Comillas, donde obtiene las licenciaturas en Filosofía y Teología. Siendo estudiante de Teología en la Pontificia de Comillas (Cantabria), fue testigo del bombardeo de Gernika por los aviones de Hitler, el 25 de abril de 1937. El joven seminarista estaba de vacaciones y había ido de excursión a Katillotxu, un monte entre Mundaka y Gernika. Desde allí vio “con espanto” cómo llegaron los aviones descargando bombas, “primero, uno; después, tres; luego, siete, y por fin, veintiuno”.

Ordenado sacerdote (1942), fue profesor de Teología Dogmática en el seminario de Vitoria (1943-1960), director de la Casa de Ejercicios (1948-1960), de Obras Diocesanas de Pastoral (1953-1955) y director de Cursillos de Cristiandad. Digamos que esa fue su trayectoria académica.

En 1960 es consagrado obispo y nombrado auxiliar del cardenal Bueno Monreal en Sevilla, con residencia en Jerez de la Frontera. Fue el único camino que encontró Roma para incrustar en el episcopado al joven sacerdote vasco, pues el régimen no tenía derecho a veto con los obispos auxiliares. Fue también el único obispo que participó en las tres sesiones del Concilio Vaticano II (“Juan XXIII es un Papa que cree en Dios” se le oyó decir...), donde le fue encomendado servir de enlace con los periodistas españoles. Nombrado titular de Santander (1968) y simultáneamente administrador apostólico de Bilbao, tuvo que hacer frente a varios conflictos como el fin del encierro de los 60 sacerdotes en el Seminario de Derio o la decisión de suprimir el tradicional Te Deum en conmemoración de la entrada de las tropas franquistas en Bilbao, lo que le acarreó el conflicto con las autoridades locales, en especial con la alcaldesa de Bilbao de aquel entonces, Pilar Careaga. Era una época especialmente complicada por la controvertida personalidad del obispo titular de esta diócesis, Añoveros, que estuvo a punto de ser expulsado de España tras su polémica homilía. Denuncia ante Franco la tortura de algunos sacerdotes vascos, “aunque no todos”, como llegó a decirle al dictador en una de sus encrespadas conversaciones.

¿Fue un obispo rojo y subversivo, como dijeron? Él se declara “lejano de toda opción partidista y en un moderado aperturismo socialmente izquierdista”. Le había impresionado lo que le escuchó, aún jóvenes, Joaquín Ruiz Jiménez, que fue ministro de Franco y embajador ante el Vaticano: “El Evangelio me obliga a trabajar por una mayor justicia social. Por eso no soy izquierdista, a pesar de ser cristiano. Lo soy por ser cristiano”. Así era también él. Rotundo.

Durante una excursión fue testigo del bombardeo de Gernika, algo que le impresionó vivamente

Denunció ante Franco, que le consideraba subversivo, la tortura de algunos sacerdotes vascos “aunque no todos”