ON el chirrido de los sables cubierto por el guirigay del tráfico, Madrid tiritaba bajo ese cielo de febrero suyo, azul leve, casi blanco. Un cielo perpetuamente pintado por Velázquez y Antonio López que recorta con precisión irreal las ramas desnudas de los árboles del Retiro y los letreros de la plaza de Callao. Esa lámina de un aire irreal, celeste claro y helado que se cuela en el interior de los edificios. Y en los buenos óleos.

La gente caminaba con los cuellos encogidos, arrebujados bajo la ropa de abrigo, dejando atrás sus nubecillas de vaho. Los perros, como bailarines de los ballets rusos, solo tocan la acera con las puntas de las uñas de sus patas, con miedo a quedarse paralizados por el envalentonado hielo de los charcos.

Pasadas las seis y media de la tarde, el hemiciclo del Congreso de los Diputados parecía abotargado por el inconfundible calor amodorrante de una calefacción central sin temor a las facturas. A pesar de lo tenso de la sesión, no pocas señorías cabecean en los escaños. Los párpados de los padres de la patria pesan más que los de los funcionarios.

El discurso de los intervinientes se vuelve mullido y se aleja acunado por el soniquete soporífero. El tinto del almuerzo es inclemente. El cocido de Lardy exige digestión exhaustiva. Las palabras se estiran en los oídos, ganan gravedad y una reverberación que posee virtudes narcóticas intoxica las entendederas. Da igual que el orador se desgañite enfatizando los términos “responsabilidad”, ‘libertad”, “democracia” y otros de similar pelaje. Siempre sucede lo mismo. El estrado se aleja en un zoom out hipnótico que amenaza con fundirse a negro.

De repente, irrumpió el miedo. Hubo quienes se dieron cuenta antes del metralleteo de las botas y el taconeo flamenco de los disparos. Antes. Porque percibieron el aroma inconfundible, acre, del tejido de los uniformes remojados en sudor fresco. El perfume de las asonadas. El tejido, rígido y brutal, de los trajes militares huele de un modo muy especial cuando el sudor lo moja. Puede que se trate del detergente que se emplea en los cuarteles. La corriente de aire bajo cero, un soplo del pasado que venció la puerta, lo introdujo en la cámara. Y se llevó la cera, el cuero, el papel, la tinta de las máquinas de taquigrafía, el polvo, los perfumes de barbería y hasta la presencia del tabaco. Huyó.

Un hombre que quería parecer estricto se apoderó del estrado pistola en mano. Disparó dos veces al techo. Despertaron todos. Era un tipo con el bigote demasiado ampuloso, el pantalón demasiado planchado y el tocado demasiado acharolado. Tenía algo de maestro de ceremonias de un cabaret triste. Se le notaba que tuvieron que convencerle para no irrumpir, pendón en mano, jinete sobre un caballo cartujano. Era un Tartaglia dramático, sin comedia ni arte.

¡Todo el mundo al suelo! - ordenó con un acento de pólvora.

Le hicieron caso aquellos trescientos hombretones con un fru-fru de corbatas que se escamotean. Excepto tres. Un anciano sarmentoso que se le fue encima exigiéndole que depusiera las armas, al que no pudo derribar usando técnicas marciales japonesas y que sus hombres debieron reintegrar al escaño azul por la fuerza. El secretario general del Partido Comunista, al que se le había cuajado el carácter entre trincheras, barricadas y clandestinidad, que ni siquiera pestañeó. Y el presidente saliente, que se mantuvo erguido, como si hubiera estado esperando el inicio de aquel absurdo guiñol de cachiporra.

A la misma hora, los tanques y otros vehículos acorazados se paseaban por Valencia, como ninots móviles de unas fallas grotescas y anticipadas. Y en este y aquel cuartel los rumores corrían, verdes y nerviosos, igual que lagartijas sobre una tapia de verano a punto de derrumbarse.

El presidente se incorporó lentamente con la pausa de alguien que se dispone a dar un discurso preparado a conciencia. Caminó entre los golpistas hacia el estrado con paso de obispo. Encaró al mando.

--¿Dónde podemos hablar?

El hombre del bigote y el charol compuso un gesto hosco. El ujier de las jarras de agua alargó la mano señalando un despacho cuya puerta entreabierta oscilaba en el pasillo. Ambos se dirigieron al cuarto.

- Explíqueme qué locura es esta. ¿Quién hay detrás de esto? ¿Con quién tengo que dialogar? - inquirió el presidente.

- No hay nada que hablar. Solo obedecer, respondió el rebelde.

- Pero, ¿quién es el responsable?, insistió el representante del poder político.

- Todos; estamos todos. Hasta la CIA, recalcó el amotinado.

El presidente se alisó el flequillo muy negro salpicado de canas. Sacó un paquete de tabaco negro del bolsillo de su chaqueta. Con un golpe de muñeca hizo asomar el filtro de un cigarrillo por la apertura. Se lo ofreció al otro. El de verde rehusó. Usó un mechero de metal dorado, de esos cuyas piedras suenan muy suave, para prenderlo. Aspiró una larga calada con la boca entreabierta.

-¿La CIA? No creo. Es un farol. Sois cuatro chalados, desafió.

- Te lo voy a demostrar, idiota. ¡A ver, el radioteléfono!, gritó chasqueando los dedos en dirección a un suboficial.

El aparato emergió de una mochila. Extendieron la antena. Pulsaron ON. Sonaron crujidos. Una clave fue susurrada.

- Soy el teniente coronel. Desde el Congreso de los Diputados, como habíamos acordado. Pónganme con el contacto de la Agencia. Llámenle y enlacen la comunicación. ¿No está? Pues con el delegado en Madrid. No tengo tiempo. De acuerdo. Oca. Espero.

El ujier de las jarras de agua llamó a la puerta tocando con los nudillos y se asomó con un “¿Se puede?”. El militar lo fulminó con la mirada. “Lo siento, es muy urgente: el teléfono directo con Washington”, dijo alargando un modelo góndola color hueso y un infinito tramo de cable. El presidente tomó el auricular. El “¿Si?” sonó claro y distinto, con un poco de retardo, en el radioteléfono del otro. Le siguió un “¿Ve cómo la CIA no está en el golpe?”.

Tejero sintió todo el frío del febrero de Madrid calándole los huesos. El jodido Suárez era un agente de la CIA. ¿Desde cuándo? Comprendió en un instante la facilidad del atentado contra Carrero. La falta de resistencia del agonizante Movimiento Nacional a los cambios. El fulminante ascenso del Gobernador Civil de Ávila. Comprendió que cada palabra que le habían susurrado a la oreja en las reuniones de café cuartelero del último año, cada una, era un señuelo. Les habían cazado. A todos.

Hacía horas que Juan Carlos I había grabado su famoso mensaje para la televisión. Lo emitieron de madrugada. Pero, cuando apagaron la cámara, el cielo lucía ese azul blanquecino característico de Madrid. Ese azul irreal que impide calcular bien las distancias.