UANDO se hundieron aquellos pesqueros yo era el mozo del Cangrejo Rojo, a una buena media jornada caminando desde el faro de Cabo Hueso. El Cangrejo, como la llamaban los marineros del puerto, era la mejor taberna de aquella costa. Y la única.

Pero ahora vivo en la montaña que se levanta en el interior del páramo casi siempre nevado. En una casita de madera. Aprendí el oficio de carbonero. Llevo el carbón al mercado en otoño. Y trampeo para poder vender pieles en primavera.

Me gusta el silencio. Adoro ese viento fino, seco, liviano, helado, que se cala por las costuras del abrigo y que te hace sentir vivo. Amo las gotas de agua que lloran los carámbanos cuando asoma el sol y que caen tan frías que queman la piel.

Observo la laboriosidad de los castores. Las liebres rijosas apareándose sin descanso en las lindes del bosque. Los ojos de las ciervas mirando desde la espesura. Los pasos que el zorro dibuja sobre el lienzo de escarcha. Siento el perfume del musgo y a tocón que se pudre lentamente tras ser minado por las termitas. Huele al hongo de la yesca, enorme, que se sostiene horizontal, abrazado al tronco de la encina desmemoriada.

El tacto negro de la carbonera, las pieles suaves secándose, el queso que se cura en la cueva, el trabajo en el nevero, el lamento de los lobos, el crujido de las charcas al cuartearse. Todo eso me aleja del mar. Nada quiero saber de olas. Ni de embarcaciones. Ni de los hombres desesperados cuyas manos resbalan sobre las rocas gastadas y son arrastrados por la espuma. Recuerdo cada una de sus caras.

En el Cangrejo Rojo mi misión era barrer cada noche el serrín que repartía por el suelo de la taberna cada mañana. El serrín aguanta la cerveza que se derrama, la saliva que cae fuera de la escupidera, la sangre de las peleas, el barro de las botas, la sopa de marisco que se vierte desde una escudilla de la mesa. A veces aparecían monedas de chelín. A mis trece años, un chelín suponía la mejor de las pagas. La vieja Maggie solo me daba comida, en ocasiones caliente, y me cedía el uso de un jergón, no siempre a cubierto, a cambio de mi trabajo.

Cada dos días traía el pan y algún pastel de carne desde el horno de Pete. Los impares, Maggie me mandaba a por huevos, calabaza, zanahorias, nabos, col y nueces al mercado de Codville. En el menú del Cangrejo, el potaje era plato de diario. A pesar de tanta compra, no logré sisarle un solo níquel jamás. La cerveza, la leche y el pescado los traían en carretas de mano. Poca leche, escaso pescado y demasiada cerveza. Maggie podía trasegar un par de litros, a menudo el doble, cada día. Y no se le escapaba una cuenta. Los parroquianos del puerto tomaban mucho más.

En las mesas y la barra de la taberna todo el mundo hablaba muy alto. Eso cuando no gritaban. Se trataba de mujeres de sirga, marineros bamboleantes, soldados licenciados, piratas indisimulados y arrieros extraviados. Maggie sostenía en alto un perol, vacío y negro como las esperanzas de toda aquella tropa, y lo golpeaba con un cazo lisiado hasta imponer el silencio cuando necesitaba pedirle los atrasos a algún cliente olvidadizo. Luego, improvisaba unas bromas y el personal reía con sonoras carcajadas. Eso solía ser el preludio de una pelea. Buen momento para encaminarme al jergón.

En cambio, el farero parecía diferente. De otro mundo. Los miércoles, temprano, cargaba las provisiones para una semana en los cuévanos del asno de Maggie, el mismo que me acompañaba a Codville, y arrancábamos hacia el faro de Cabo Huesos. Agua dulce, mantequilla, aceite de ballena para el faro, manzanas o fruta de temporada, té, dos azumbres de leche, harina blanca, tasajo de novillo, mermelada de pera, embutidos, bacalao seco, judías. Una vez por mes, sal y azúcar. Cartas, mapas y libros cuando el carruaje de postas los dejaba en la taberna a su nombre. Nathan Spritz se llamaba el farero.

Nathan habitaba permanentemente en aquella torre suspendida sobre el acantilado. Alimentaba la luz de la cúpula de cristal. Hasta el más borracho de los marineros del Cangrejo Rojo sabía que el Cabo Huesos formaba una trampa mortal: estaba sembrado de arrecifes de roca ocultos a media braza bajo la superficie. Un patrón desconocedor de la zona y acosado por una tormenta de poniente podría tratar de fondear su embarcación al otro lado del cabo: si se acerca sin perder los fondos, jamás podría salir de aquel laberinto oculto, ni siquiera perdiendo calado arrojando la carga. Por eso el mensaje del faro indicaba que nadie debía aproximarse a aquellas coordenadas.

El farero, enjuto y moreno, mostraba devoción por el silencio. Leía. Creo que demasiado. Recuerdo los nombres de Marco Aurelio, Séneca, Erasmo y Pico della Mirandola. Aunque debía de atesorar muchísimos más, porque la biblioteca se enroscaba a lo largo de decenas de metros de pared. Nathan leía, estudiaba el mar y avivaba la lumbre entre los espejos de la linterna del faro. Le pregunté a Maggie si el farero había sido monje. “A ti qué carajo te importa” fue, como casi siempre, su respuesta.

A pesar de que a mí era al único ser humano al que vio, una vez por semana, a lo largo de cerca de tres años, no conseguí que me dirigiera otra cosa que frases aisladas. “Fíjate, esta temporada los frailecillos regresan a anidar mucho antes. Nos aguarda un invierno duro”, fue su discurso más largo, mientras señalaba las bandadas de avecillas oscuras que se aproximaban por el horizonte. “Si Dios ha escrito nuestro destino, el de cada uno ¿qué hacemos con la vida?”, me preguntó uno de los miércoles. Lo recuerdo bien. Fue el último miércoles.

Esa semana barrió la costa un temporal del Oeste. Una borrasca que arrancó árboles y levantó tejados. Nathan Spritz no encendió el faro de Cabo Huesos. En pocas horas se perdieron media docena de pesqueros y cerca de cincuenta buenos marineros en el arrecife, a los pies de aquel faro que parecía un brazo que la roca desesperada levantaba al cielo. Cuando todo Codville rodeó la linterna que permanecía muda, se hundía la última embarcación sin que nadie pudiera hacer algo para evitarlo. Vimos el modo inclemente en el que el mar se llevó aparejos y hombres.

“¿Quién soy yo, desdichado de mí, para mostrar el buen camino a los demás? Nadie es más que nadie. ¿Qué sabemos en realidad? Las certezas son pretendidas. Mostrar una ruta a los demás es solo una de las formas de pecar de soberbia”, fue lo único que alegó Nathan al finalizar el juicio que le condenó a colgar de una cuerda por el cuello.

Antes de la ejecución de Nathan, me despedí de Maggie y me alejé al punto más distante de cualquier costa y cualquier faro. En lo alto de esta montaña en medio del páramo.

Me gusta el silencio.

El invierno será duro.