ESPIRAR es tan sencillo. Desde el primer llanto. Nada resulta tan fácil. Los músculos se mueven automáticamente. Sin fatiga. La mayoría de las veces ni siquiera hay que abrir la boca. Ni permanecer despierto. No te das cuenta, y estás respirando.

Un proceso silencioso. Ninguna resistencia. Ni fricción. Pura inercia callada. Como un engranaje liviano, engrasado al detalle. Respirar. Nada más. Solo eso.

Siento los latidos del corazón. Un par de bongos. A su ritmo matemático. Siempre los he escuchado cuando me lo he propuesto. A veces me he apoyado la palma de la mano en el pecho, o bajo la oreja, para notar el pálpito. Una ola azulada. Cálida. Segura. Otra. Y otra más. Hasta dormirme. Al despertar, los bongos ya están ahí. Bom. Bom-bom. Bom. A cualquier hora.

El hospital es un inmenso hormiguero de ladrillo rojo. Desde el alféizar, cuando conseguía asomarme, me parecía un pabellón de caza de la época de la Inglaterra victoriana, con sus parterres, su césped mimado, sus estatuas a los benefactores y su arbolado de jardín botánico. Pero aquí todos somos zorros a la carrera. La que caza es la Dama Oscura. Ella. El cuerno suena a la hora más insospechada. Luego, siempre llega el eco de los ladridos alegres de los canes de dos cabezas.

En este hormiguero trenzan sus caminos centenares de obreras y soldados. Unas frenéticas. Pausadas otras. La mayoría visten de azul. La misma bata azul. Caminan con un ritmo particular sobre los pasillos permanentemente encerados. Las hormigas azules se mueven de ese modo, podría distinguirlas en la calle aunque fueran vestidas de fiesta.

Por dentro, pasillos abrasados por la luz blanca con un matiz violáceo. Aparecen plagados de puertas a izquierda y derecha; siempre asoma la espiral de una escalera; siempre zumba un ascensor; siempre tintinea una moneda que de se despeña en el interior de la máquina del último café. Las hormiguitas azules desplazan sus pequeños carros cargados de almíbar envasado. Todos aguardamos la ambrosía.

Las hormigas rosa siempre van en pareja. A menudo, de tres en tres. O con alguna hormiga azul o gris. Las rosa se desplazan con cierta pesadez en la pisada. Trabajan en equipo tratando de cumplir una misión sin fin. De cuando en cuando corren como si se les hubiera olvidado algo importante. Pero pronto regresa el paso habitual.

Las grises lo mueven todo. Empujan pequeñas grúas. Sillas y camillas vacías. Camillas y sillas ocupadas. Sonríen menos. Hablan lo justo. Son hormigas grises.

Las hormigas de largas batas blancas y carpetas en la mano resultan más escasas. Se manejan con un ritmo reflexivo que les permite responder decenas de preguntas cada jornada. Intentan que sus palabras exuden esperanza, pero también propinan picotazos. Un baño de ácido fórmico. Lenguas heladas. Ojos cuarteados. Corazones en carne viva. Estómagos crispados. Una fracción de segundo. Todo cambia. No queda mañana. El ayer devora el tiempo. Hoy, nada. Se produce una extraña soledad en compañía. Un zumbido repentino, atronador, que nadie escucha. Los hormigas continúan. Siempre se van. Siempre regresan.

Durante el día, entra un permanente baño de luz transversal a las habitaciones. Las ventanas son enormes, rectangulares, altísimas. Como si quisieran facilitar la salida de espíritus en fuga. Allá se adivina la cresta desordenada de las palmeras y el pico de los abetos. Las personas caminan en la distancia. Las ventanas terminan doliendo. Suenan a vida que continúa. Suenan a cosa ajena.

El compañero de habitación, un hombre canoso y amarillento, ha recibido la visita de las hormigas blancas. Han charlado un buen rato. Se han despedido. El compañero se ha sentado sobre la cama. Ha comenzado a silbar. Recoge sus pertenencias. Un neceser deshilachado. El reloj demasiado ruidoso. Dos periódicos de cualquier día. Se pone un pantalón ocre que le queda grande. La camisa marrón, floja por todas partes salvo el vientre. Se peina con calma. Se cepilla los dientes. Calza unos vetustos zapatos de cuerdas y unos calcetines de espuma parda. Se acerca con su bolsa en la mano.

—Me voy, socio. ¿Qué te parece?

Sin esperar respuesta, da dos pasos y sujeta la manilla de la puerta. La suelta. Y retorna.

—Me dan el alta con seguimiento domiciliario. Seguimiento domiciliario. Jajajaja.

El hombre canoso suelta una sonrisa grave atropellada por toses.

—Acaban de decirme que sí, que es cáncer de páncreas. ¿Sabes? Creía que, cuando me dieran una noticia así, me iba a afectar mucho. Pero nada. Me deja igual. ¿Qué más me da? No me queda ningún amigo. Ya han fallecido todos. En esta vida ya hice lo que me tocaba.

Asiento. O, al menos, lo intento. El hombre se señala el abdomen y continúa.

—Hace tres meses pesaba 90 kilos. Hace mes y medio, 75. Ahora no paso de 60. Me tenía que haber dado cuenta. Claro que no me apetece comer. Y no me duele nada. Tiene cojones. Dicen que vendrán a visitarme dentro de quince días para ver qué tal va el tratamiento y si hay que modificarlo. ¡Será si llegan a tiempo!

Vuelve la risa. El canoso dice adiós con la mano y suelta un "hasta luego, socio". Enfila la puerta definitiva. Hormigas de todos los colores cruzan por el pasillo. Hay mil pasillos paralelos.

Seguro.

Yo me quedo.

Las ventanas son demasiado altas.

Respirar.

Cuesta tanto.

Una bocanada más.

Una.

Solo.