A semana siguiente a que el Gobierno suspendiera el confinamiento se sucedieron los festejos. Todo fueron celebraciones, eventos, pasacalles y música. Tras dos meses encerrada, marchitando su primavera entre cuatro paredes, la gente tenía, por fin, algo que celebrar. Lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer. Fueron los peores días de mi vida. A menudo sueño con aquellas jornadas. Las pesadillas me persiguen. Despierto envuelto en sudor, asustado por mis propios gritos. Si esas noches completan el cuadrante de un relevo entero, vuelvo a solicitar el tratamiento.

Tuve que internarme en un sanatorio cuando pasó el pico de trabajo. Me lo aconsejó la psicóloga de la mutua. Los compañeros y la familia coincidían en la misma opinión. No fui el único. Gracias a esa pausa logré permanecer más o menos funcional. Cuesta olvidar. Lo peor es el olor. Permanece. Es como si se agarrara con garfios a la memoria. Ni siquiera se borra un poco, que es lo que les sucede a los buenos momentos. Al contrario, mantiene todos los matices. Si me acuesto, sé que ese olor tornará con el duermevela de la madrugada. No falla. Otras veces, durante una intervención, o al caminar por la calle, percibo una pizca, un toque, nada, del olor. Y el recuerdo vuelve completo. Es como si me lanzara hacia abajo por un tobogán espantoso. Y preciso detenerme. Tomo un té con limón. Masco un chicle de clorofila. Con suerte, tras un parón de media hora, puedo reincorporarme. En otras ocasiones, regreso, como sonámbulo, a casa. Tomo somníferos. Solo los suficientes. Más compañeros recurren a lo mismo. Ni siquiera nos restan ganas para beber un par de copas. A palo seco. En casa. No.

Esta es un gran ciudad. Somos cientos de miles de habitantes. Y, aunque nadie lo recuerde ahora, los bomberos permanecimos al pie del cañón durante las felices jornadas que siguieron al fin del estado de alarma. Nos quedamos sin fuegos artificiales. Nos perdimos el concierto de los doce artistas bajo la luna en la pérgola. La mayoría doblamos los turnos. Era preciso terminar con aquello lo antes posible. Cumplimos con nuestra obligación.

El Rubio, con quien compartía relevo, solía repetir que lo peor de un tsunami no se aprecia cuando llega la ola. Tampoco cuando el agua lo cubre todo. La catástrofe real aflora al retirarse el lodo. “Ni te lo imaginas”, solía repetir. El Rubio lo sabía bien. Formaba parte del grupo de voluntarios que acuden a todas las catástrofes de zonas tropicales.

En nuestros barrios ocurrió lo mismo que si nuestras vidas las hubiera anegado el contagio. Las UCI se fueron vaciando. Los tanatorios recobraron su ritmo natural de dolorosos lutos. Desaparecieron los hospitales de campaña, las patrullas por calles desiertas y las arcas de Noé. En los balcones no quedaron más que cotillas de toda la vida y parejas que se despiden. Lo de siempre. El vecindario regresó a los bulevares, las plazas y las terrazas. Las ancianas alimentaban palomas ávidas. Los columpios se plagaron de pequeños gritones que se turnaban en el balanceo.

Fue entonces, sin inundación a la vista, sin lodo. En ese momento, este o aquel percibían algo extraño al volver a casa. Un fluído que se escapa bajo la puerta del 3B en el descansillo. El hedor que invade el patio de luces. Ratas correteando desvergonzadas por el vierteaguas a plena luz del día. El gemido agudo y lastimero de un perro. Un gato famélico en el tendal. Una mancha de humedad en el techo. El buzón a punto de reventar en el portal.

Cuesta recordar la cantidad exacta de puertas que tiramos abajo en cuestión de dos semanas. Al principio las apunté. Luego me di cuenta de que aquello carecía de sentido. Mejor perder los datos. Arrojé mis notas por el retrete del camarote de guardia. Me concentré en el mazo, la linterna y la máscara. La mayor parte de las veces se trataba de ancianas solitarias. Por lo que comentaban los de atestados, las causas de los fallecimientos eran atribuibles a la epidemia y a otros motivos a partes iguales. Los adictos también abundaban; el virus les había reventado lo que quedaba de sus pulmones o tuvieron que cambiar de camello por las restricciones; aparecían desvencijados sobre camastros de habitaciones atrancadas por dentro; a menudo, en lonjas. Los suicidas que se habían concedido prórrogas consideraron que ya era momento de terminar el partido; estos daban trabajo, buenas casas con sistemas de seguridad y materiales de calidad que nos hacían sudar.

Tiramos muchas puertas y terminó apareciendo todo tipo de difuntos. Hombres de mediana edad que habían sufrido infartos o ictus, mujeres heridas en absurdos accidentes caseros, tipos extraños que decidieron no pedir ambulancia para una peritonitis, hipocondríacas que temían internarse en un hospital por una infección de orina y cayeron víctimas de la septicemia.

Pero nada como lo del apartamento de la Avenida de la Libertad. Ni siquiera hubo que emplear herramienta. Una puerta de mierda, de esas de contrachapado con nervaduras de cartón por dentro y la cerradura de obra. Bastó una patada. Un piso de estudiantes. El fregado sin recoger en la cocina, pósteres de distintos equipos de fútbol y baloncesto, zapatillas deportivas tiradas por el suelo, la play-station conectada a la tele encendida. Tres cuerpos de varón amontonados en el centro de la sala de estar. Componían un escultura extraña de la que surgían brazos y piernas. Se habían apuñalado con los cuchillos de la cocina. Con saña. No cabía duda. Antes, atrancaron una de las habitaciones por fuera; usaron el tresillo apoyado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. En el interior, iluminado por la luz que regalaba una gran ventana, un cadáver más; varón oriental tendido boca arriba al pie de la cama, con las extremidades extendidas, como si quisiera volar, o respirar.

De los otros cuartos, dos permanecían vacíos. En el tercero, acurrucada en el rincón opuesto a la entrada, una chica. Viva. Deshidratada e inconsciente, mantenía el latido del corazón. Los de Urgencias la estabilizaron; revivió como una flor conectada al suero con glucosa. Lloró al transitar su camilla junto a la jueza de guardia que ordenaba el levantamiento de los cadáveres. “¿Dónde está Yu-Lin? ¿Qué le ha pasado?”, preguntó. Un LP giraba incansable en el tocadiscos. El ruido y la furia, de Héroes del silencio.

La superviviente explicó que la declaración del estado de alarma los sorprendió allí. Javi, Jordi y Aitor habían llegado esa misma semana para completar un posgrado durante el segundo cuatrimestre. Se organizaron de primera para el confinamiento. Turnos de salida para los recados; turnos de cocina y fregado, campeonato de mus, torneo de FIFA, repostería, clases de chino, sesión de tai-chi, gimnasia, clases de inglés, estudio...

Todo fue bien hasta que Yu-Lin tosió. Los tres nuevos discutieron. Yu-Lin sufrió un ataque de tos seca. Uno quería encerrar a Yu-Lin en su habitación sin más, otro consideraba mandarlo a un arca de Noé, el tercero quiso llamar al 900 de la epidemia. Perdieron los estribos. Demasiado encierro. Acordaron confinar a Yu-Lin en su habitación. No le permitieron explicarse. Lo golpearon con los palos de escoba. Apalancaron la puerta desde el exterior porque Yu-lin se resistía. Intercambiaron puntos de vista sobre qué hacer. Sin solución. Perdieron los nervios. Yu-Lin gritaba desde el cuarto. Ella se refugió en el rincón de su habitación. Odiaba las peleas.. No se atrevió a salir más. Ni siquiera cuando Yu-Lin dejó de lamentarse mucho después de que cesaran los ruidos en el salón.

Ella nos dijo que Yu-Lin padecía alergia al polen. Su cuerpo, irremediablemente rígido, ya olía a papaya pasada; a bolsita de ensalada que se abre tras demasiado tiempo al sol.

El recuerdo. Un somnífero.