El viejo Eugeny Antonovich deja que su mirada se ahogue en el infinito curso del Don. "Este río es la hoz que separa las Rusias de las estepas que asolan las yeguas de los mogoles, Karoly. No hay más". El otro asintió.

Sentados sobre sendos poyos de arenisca gastada, en lo alto de la suave colina cubierta del pasto imberbe que ya comienza a otoñar, al borde del camino fatigado por recuas, piaras, yuntas y troikas. La luz oblicua y fría del atardecer remarca las cuchilladas de sus rostros atravesados por anchas cicatrices y bigotazos entrecanos. En sus memorias se retorcía el horror de demasiadas batallas. Habían visto nacer decenas de terneros, parir a cientos de ovejas y morir desangrados a miles de hombres. "Así son las Rusias, Karoly", solía repetir Eugeny cuando un potrillo aún envuelto en su propia placenta se ponía en pie y caminaba dubitativo bajo los lametones de madre. Y lo mismo decía cuando cerraba los ojos de un exangüe compañero de armas que no volvería abrir los párpados.

"Kulikovo queda enfrente. A no más de cuatro verstas. Un soplido, Eugeny ¿Te acuerdas de la carga?". Un costurón de piel fina, estirada y brillante, como el cuero de nutria, bajaba desde la sien derecha de Eugeny hasta perderse en el hombro, más allá del ribete de piel de marta de su casaca. "¿Cómo olvidarlo?".

Eugeny vio en primera fila el duelo entre el monje Aleksandr Peresvet y el paladín de la Horda de Oro, Chelubéi. Escuchó cómo chocaron. Con los dos ejércitos alineados frente a frente en largas líneas, Chelubéi y su caballo cubierto de corazas se adelantaron. El guerrero habló en latín de las madres de los traidores y cobardes que morirían a lo largo del día y se preguntó, mientras hacía girar y cocear a su bestia, si algún perro de entre los presentes osaría enfrentarse a su lanza. El monje Peresvet se abrió paso entre la infantería montado en un enorme caballo de Jutlandia, sin armadura ni escudo, protegido únicamente por un hábito negro de invierno de paño grueso, un crucifijo de hueso de reno y su rosario con enormes cuentas de madera de fresno. El religioso tomó una lanza a un peón y galopó contra el enemigo con las largas barbas al viento. La montura de Jutlandia regresó al paso junto a la tienda del príncipe Dimitri Vasilievich entre hurras de la tropa, con el monje jinete sobre ella, muerto en la silla, con media lanza mogola traspasándole el pecho. Chelubéi había quedado tendido en el campo, con el cuello roto, al caer tras el encontronazo que determinó la justa. Los mogoles no pudieron recuperar ni el cuerpo ni la armadura. Los que lo intentaron fueron asaetados.

"Sabes, Karoly, por qué el monje aceptó el desafío del temible guerrero del Kan Mamái. ¿Lo sabes?". El del gorro de astracán pardo sacude la cabeza para afirmar. Pero a su compañero le da igual. Con voz pausada, cuyo acento revelaba que procedía de cerca de las fuentes del Moskova, Eugeny evoca el 8 de septiembre de 1380.

"El monje conocía los planes del príncipe Dimitri Vasielevich. Era consciente de que cuanto más tarde comenzara la batalla, mejor. Y no quería que se perdiera un solo hombre de armas. Por eso se adelantó. Aleksandr Peresvet merece ser santo y sentarse a la derecha del Creador. Muchos de los que estuvimos en Kulikovo ese día le debemos la vida".

Antes del amanecer de esa jornada, Dimitri Vasielevich, con el príncipide de Volynia, el fiero Dimitri Bobrok a su lado, reunió en su tienda de guerra a los príncipes de Rostov, Briansk, Beloózero, Starodub, Smolensk, Riazán, Gálich, Sérpujov y Kaluga y al capitán de los rebeldes lituanos. El cielo se mostraba tan oscuro como preñado de estrellas. Aleksandr Peresvet canturreaba los salmos.

"Dispondremos nuestros hombres al oeste del campo con la caballería ligera al frente y cuadros de infantería pesada detrás, defendidos por los albarderos. En las alas, los arqueros. No ostigaremos al Kan ni a su mariscal Kotchuke. Dejaremos que pasen las horas. Cuanto más tarde choquemos, mejor". Todos se preguntaban por los jinetes pesados y los hacheros del Russ, pero nadie se atrevió a cuestionar el plan. El silencio cayó, denso como una red de terciopelo. Por fin, el príncipe de Kozelsk dio un paso adelante: "Sin hacheros ni jinetes con armaduras en el centro, su caballería nos empujará, romperá las líneas y terminará entrando a esta tienda para llevar tu cabeza a los pies del Kan". Callaron hasta los salmos del monje Peresvet.

"Bobrok comandará a los hacheros del Russ y la caballería pesada. Aguantarán sin entrar en batalla, tras la colina, hasta que les ordene barrer el campo para llevar al infierno a los mogoles y su ralea. Ese momento será cuando el sol baje a nuestra espalda lo suficiente para cegar los ojos de nuestros enemigos". El príncipe Dimitri pronunció estas palabras con tal seguridad que todos se arrodillaron para la letanía. Antes de que se levantara el día, cada cual ocupaba su puesto.

"Peresvet ganó tiempo. Y puede que la batalla, Karoly". Ambos se contaban entre los alabarderos que sujetaron el pie firme avalancha tras avalancha. Cuando la Horda atacó al galope tardó poco en desbaratar la caballería ligera rusa. Paso a paso, sablazo a sablazo, lanzada a lanzada, la línea de la que formaban parte Karoly, Eugeny y tantos otros, retrocedió una versta, cerrando filas cada vez que faltaba un hombro al lado. El sol subió. Se mantuvo suspendido a medio día, mientras la sangre corría hasta la orilla del Don. Y, muy lentamente, empezó a caer.

El Kan y sus aliados tenían la batalla ganada. El enemigo cedía terreno cada vez más rápidamente. Los suecos y lituanos conseguirían su recompensa al norte y los genoveses, que aportaron los ballesteros de los flancos del Horda, su pactado puerto en el sur, en el lejano mar de Azov. La suerte estaba echada.

Eso parecía hasta que el sol ruso del final del verano tomó una posición en la que se alineaba como un soldado más del príncipe Dimitri. Al fondo. Casi blanco. Entonces, el pendón rojo y dorado se agitó tres veces sobre la tienda del príncipe Dimitri Vasilievich. El vigía en la colina corrió junto al caballo de Bobrok gritando "es la hora". Con el sol en los ojos, los ballesteros genoveses tardaron en darse cuenta de lo que se les venía encima; los jinetes tártaros reaccionaron cuando escucharon los inconfundibles gritos de guerra de los hacheros del Russ, pero ya se abrían los pechos de sus bestias como en el matadero. La carga de los de Bobrok alcanzó la propia posición del Kan Mamái.

"Fue el sol quien venció a la Horda, Karoly. El sol", repite Eugeny Antonovich. El mismo sol que ahora se retira del horizonte pero hace brillar los huesos blancos y las lanzas rotas que aún se esconden bajo la hierba de Kulikovo.