lOS vigilantes se dieron cuenta de que los intrusos eran diferentes. Llevaban el cuerpo tiznado de ceniza. O quizá ese fuera el color de su piel, mal cubierta por un vello ralo y crespo.

Los intrusos penetraron en el valle pretendiendo ser silenciosos. Caminaban despacio, impulsados por sus piernas cortas y flacuchas. Pero hasta un niño de pecho los hubiera detectado. Cada paso quebraba ramitas secas o removía la grava de las orillas del arroyo. No podían ser grandes cazadores si de desplazaban por los bosques armando aquél estruendo.

Además, su peculiar olor, un olor nuevo, distinto al del oso o al de del lobo, anunciaba su presencia desde el otro lado de la montaña. Los urogallos y las becadas que escapaban revoloteando con temor, y los corzos que se internaban en la espesura con sus carreras zigzagueantes, daban la razón a los vigilantes. Las personas habían defendido el valle durante generaciones. Sus totems marcaban los límites. Desde las fuentes heladas del arroyo, hasta su desembocadura en el brazo ancho de agua que va más allá de los pastos del bisonte. Aquel brazo de agua que las grandes manadas jamás cruzaban y que separaba el mundo que cuidaban los vigilantes del de las praderas sin fin.

Los intrusos eran muchos. Debían de reproducirse con facilidad. Sumando a todos los que estaban entrando en el valle alcanzarían tres o cuatro veces los dedos de las manos. Eso sin contar al puñado de niños que iban en el centro del grupo, rodeados por las hembras. O bien sus capacidades eran atrasadas, o bien estaban tan desorganizados que aún no se habían percatado de la presencia de los vigilantes, ni mostraban señales de alerta. Durarían poco en el siguiente valle. Y menos en el de más allá aún.

La gente de los vigilantes, que habitaba mediada la montaña, en torno a la Gruta de los Almas Antiguas, hubiera acabado con aquellos desharrapados con un solo ataque. Una fila de hombres percutiendo en el centro del grupo, y dividiéndolo en dos, hubiera resultado suficiente para desbandarlos. Ese modo de atacar le gustaba al Jefe de Guerra. Después, todo sería poco más que perseguirlos y eliminarlos de uno en uno. Los aplastarían en el cuerpo a cuerpo.

Seguramente se quedarían con las hembras y los pequeños. Sí. Los dejaron caminando orilla abajo y subieron a la Gruta de las Almas Antiguas. El Jefe de Guerra se alarmó cuando le dieron la noticia. Tomó su clava y corrió hacia el lugar en el que le dijeron que se encontraban los intrusos. “Les permitiremos marchar”, dijo ante el círculo de las personas a su regreso, cuando la tarde estaba madura. “Los vigilantes me han preocupado con su historia de una invasión. Pero no tenemos nada que temer”, afirmó. “He observado a los intrusos. Muy de cerca. Son torpes, sin olfato, flojos de oído y con tan mala vista que jamás distinguirían a uno de los nuestros en el bosque. Hubiera podido matar a los dedos de una mano sin que se dieran cuenta. Son menudos y débiles. Pisaban el arroyo para no dejar rastro. Pero huelen a mil pasos de distancia. No han intentado pescar siquiera. Los niños trataban de atrapar truchas con las manos, pero no eran capaces de agarrar siquiera aquellas tan gordas y viejas que nuestras hijos capturarían incluso dormidos”. El círculo de personas rompió a reír y a palmearse los muslos para celebrar las palabras del Jefe de Guerra.

“Han tomado huevos de los nidos, bayas de los arbustos y algunas raíces. Por lo demás, se han alimentado mezclando con agua unos polvos que las hembras guardan en sus zurrones. Amasándola con las manos han formado una pasta que todos han comido. Se aman como las bestias, ocultándose tras los árboles. No tienen aspecto de ser buenos guerreros. Ni valientes. Ni organizados en la batalla”. El círculo de personas lanzó gritos guturales. Como los que preceden a una escaramuza.

“¿Para qué arriesgarnos? Nosotros no somos como los perversos que habitan el Valle Grande, que devoran gente. Ni conocemos la mezcla precisa del polvo con agua para probar esa pasta de la que se alimentan los intrusos. Nosotros cazamos al ciervo, al corzo y al muflón; y sabemos cómo conducirlos a los fosos en los que los trampeamos. ¿Qué haríamos con los intrusos? ¿Cambiárselos a los perversos por pieles o minerales?. No merece la pena”. El círculo de personas asintió con un murmullo.

La mujer-medicina, la que habla con las Almas, se puso en pie y caminó al centro del círculo. “El Jefe de Guerra tiene razón. Si los intrusos son como los vigilantes han relatado y él mismo ha comprobado, desaparecerán. El invierno, si no los perversos o las manadas de lobos, los llevarán al mundo de la Luna. Morirán. No tienen porvenir en nuestros valles. Dentro de tantas estaciones como dedos de una mano nadie recordará a los intrusos, ni quedará rastro de ellos”, sentenció la sabia. El círculo de personas oró a las Almas de la Gruta.

Esa era la costumbre de aquella comunidad de neandertales.