La casa de mi amigo Jürgen no es nueva. Sobrevivió en parte a la hecatombe de la guerra y se reconstruyó gracias a las necesidades que se vivieron en la República Democrática de Alemania, aquella que vivió su tristeza atrincherada tras un muro. Su fachada imponente denota que en su tiempo albergó a familias de alto poder adquisitivo. Hoy, sus pisos, parcelados, están ocupados por gente joven. Es el caso de Jürgen. Le hago notar la existencia de los restos de una K pintada en negro sobre el dintel del portal, junto al número de la vivienda.

"Esa K viene de Keller, palabra alemana que significa sótano. Durante la guerra se reforzaron las bodegas de las casas de sólida construcción convirtiéndolas en refugios, caso de la presente. Las que fueron acondicionadas de esta forma tenían pintada la K. Así se advertía a los equipos de salvamento de la posible existencia de supervivientes en el sótano en el caso de que el edificio se desmoronara como consecuencia de un bombardeo".

Mi amigo sacia mi curiosidad mostrándome el sótano que le corresponde como propietario de un apartamento. Es todo un búnker con puerta blindada que se abre mediante una cerradura de palanca, tipo caja fuerte de banco. Donde antiguamente hubo literas y asientos para los cobijados, Jürgen ha puesto una serie de mesas de trabajo para practicar las manualidades a las que tan aficionado es.

Todo este engranaje defensivo surgió tras un devastador bombardeo que llevó a cabo la RAF sobre Berlín en la noche del 25 al 26 de agosto de 1940 y que vino a demostrar que el corazón del Reich no era inmune. Para calmar el pánico y tratar de demostrar que aquellas acciones bélicas no quedarían impunes, Hitler puso en marcha de inmediato el más grande de cuantos programas de construcción estatal se habían realizado hasta entonces en la capital alemana: la edificación de más de un millar de refugios públicos, incluido el suyo propio, para los que se utilizaron 200 millones de metros cúbicos de hormigón.

Tan singular obra, realizada por prisioneros de guerra y trabajadores forzados durante cuatro años, contemplaba no solo la construcción de refugios para miles de civiles, sino que esas mismas fortalezas sirvieran también como plataformas de defensa antiaérea ante cualquier ataque aliado. En un principio se pensó levantar seis en Berlín, si bien solo dio tiempo a terminar tres. El primero se construyó en menos de un año en el Parque Zoológico. Le siguieron los de Friedrichshain y Humboldhain.

Estas fortalezas, situadas en lugares clave de ciudades como Berlín, Hamburgo y Viena, eran de hormigón armado con paredes y plataformas superiores de dos y tres metros de espesor respectivamente. Tenían forma de fortalezas y aguantaron los más violentos bombardeos, comprobándose la efectividad de su servicio. Las gruesas paredes de hormigón resistieron y las enormes moles sobrevivieron a la guerra. La carencia de lugares habitables en el Berlín de la inmediata posguerra propició que cientos de familias se instalaran en estos búnkeres hasta que los aliados los vaciaron con la intención de destruirlos, al considerarlos edificios militares.

nefertiti, en un búnker

El autor de estas construcciones fue Friedrichs Tamms, brazo derecho de Albert Speer, el arquitecto favorito del Führer, que fue condenado en Nüremberg a veinte años de prisión por utilizar mano de obra esclava en sus obras. Aunque todas estas fortalezas tenían estructuras semejantes, fue el búnker berlinés del Zoo el más espectacular de todos, tal vez porque el primero se lleva siempre la mejor parte. Tenía planta cuadrada de 70,5 metros de lado, 42 metros de altura y las paredes un espesor de 2,5 metros. Todo ello en hormigón armado. La plataforma del techo era la base para cuatro ametralladoras antiaéreas.

El interior del edificio, que constaba de cinco plantas, tenía capacidad para albergar a 30.000 personas, disponiendo de abastecimiento propio de agua y generadores de energía eléctrica. Se habilitó también un almacén para obras de arte de distintos museos berlineses. Una de las piezas que estuvo allí guardada fue el busto de la reina Nefertiti. En la práctica, aquel búnker era una auténtica ciudad a la sombra.

Otro lugar especialmente tétrico es el búnker del Gasómetro, cerca de Südstern, parada de la línea del Metro U7. En este caso se aprovechó un viejo edificio construido en 1826 por la empresa británica Imperial Continental Gas Association que tenía unas paredes de cerca de dos metros y un techo que casi duplicaba su espesor. Se habilitaron 770 habitaciones distribuidas en seis pisos. En ellas llegaron a acomodarse -es un decir- 30.000 personas. Terminada la guerra, aquel macroedificio siguió dando alojamiento a refugiados procedentes del Este y llegó a servir como prisión.

"Muchos sótanos blindados como el mío aún permanecen bajo las nuevas edificaciones. Su voladura hubiera hecho peligrar las construcciones inmediatas, por lo que en muchos casos se optó por conservarlos. Lo mismo ocurrió con los refugios públicos construidos por el régimen, que curiosamente fueron adaptados a las nuevas necesidades surgidas con motivo de la Guerra Fría a ambas partes del muro".

Algunas de estas torres han sido adaptadas y convertidas en viviendas, museos y casas de cultura. Eso sí, a prueba de bombas. Incluso hoy, cuando se está en su interior, se siente una extraña impresión que inevitablemente te traslada a otra época.

atracción turística

En la actualidad existen en Berlín varios grupos de historiadores que reúnen información en torno a estos refugios basándose en material de archivos, conversaciones con testigos y exploraciones propias. Pero la curiosidad ha sobrepasado el papeleo y hay turistas que no contentándose con la Puerta de Brandenburgo y la Ku'damm, piden ver esos búnkeres y pasadizos subterráneos. Nada tiene de extraño, por tanto, que se hayan establecido rutas que tratan de saciar esta curiosidad.

Que nadie piense que estamos ante una especie de parque temático a gusto de nostálgicos del III Reich. A estos recorridos, en los que participan miles de curiosos, se suman seminarios en los que se ofrece información sobre el Berlín de antes de la guerra, una ciudad alegre y cosmopolita. Nada había comparable al atractivo de la Ku'damm, el bulevar donde estaban el Kabarett der Komiker, el cine Marmorhaus, escenario de los grandes estrenos de UFA, y en el número 25 el Hotel am Zoo con habitaciones para lo más selecto de la sociedad europea. Estos edificios y otros muchos particulares fueron construidos sobre fuertes estructuras, con muros de casi un metro de espesor.

"A lo que más temía la población civil en 1944 era a los bombardeos nocturnos. Todos los niños que los vivieron coinciden en el recuerdo que les quedó de las sirenas, las explosiones, las casas en llamas, los gritos, los motores de los bombarderos€ El mes de enero de ese año fue un infierno diario, ya que los ingleses nos bombardeaban todas las noches, pero muy especialmente la del 27 al 28 y las inmediatas. Intervinieron entonces 1.077 aparatos que lanzaron 3.715 toneladas de bombas. Los sótanos, convertidos en sólidos refugios, cumplieron muy bien su misión", dice Jürgen.

Posiblemente la fascinación por conocer los restos de la época nazi en Berlín tenga su origen en el éxito de películas como El hundimiento, donde se representaban los últimos momentos de ese régimen en el búnker de Hitler. El director de ese film, Oliver Hirschbiegel, realizó buena parte de su trabajo en el enclave de la ciudad que mejor conserva los restos de aquel tiempo, la estación del metro berlinés de Gesundbrunnen, palabra que -paradojas de la vida- puede traducirse como fuentes de salud.

No solo esta estación de la línea U8 fue acondicionada como refugio para miles de personas. Hubo otras, como la de Klosterstrasse, en la línea U2, cerca del Museo de Berlín, en la que se habilitaron 150 compartimentos. Disponía de servicios de aseo y baño, amén de literas en los parajes más inverosímiles. Acabada la guerra, este espacio fue utilizado por las autoridades de la extinta República Democrática de Alemania como criadero de champiñones. Curiosamente, las dos líneas del Metro citadas coinciden en su trazado en Alexanderplatz, uno de los puntos neurálgicos de la capital alemana.

La larga espera

Las obras de reforzamiento de los sótanos de edificios de viviendas fue otra de las ocupaciones de aquellos equipos de trabajadores forzados que utilizaron los nazis para salvaguardar a la población civil en la ciudad de Berlín, habida cuenta de que el cerco se iba estrechando. Les favorecía el hecho de que muchos de ellos tenían muy sólidas bases, en su mayor parte aprovechadas como depósitos de carbón y otros materiales destinados a la ignición, bien en cocinas o en calefacción. Hoy son motivo de atracción turística. La mayor parte de las veces los guías no son partidarios de hacer comentarios en torno al infierno que pasaron los ocupantes de aquellos sótanos en noches de bombardeos. Así se evitan las odiosas comparaciones que no conducen a nada.

"Si estos muros hablaran nos contarían el pánico de aquellas gentes, no al resultado final de una guerra que hacía tiempo la sabían perdida, sino al primer contacto que iban a tener con los rusos cuando éstos ya entraban por los barrios periféricos de la ciudad", comenta una veterana berlinesa. "Pasado el tiempo, cuando ya todo se normalizó, hubo una especie de pacto silencioso por el que nadie quiso recordar aquel temido momento ni las consecuencias que tuvo", concluye.

Tampoco se quiere entrar en detalles en torno al trabajo de las trümmerfrauen (mujeres de las ruinas), cuando el desescombro de Berlín lo llevaron a cabo preferentemente mujeres y niños. Su labor se reducía a dejar expeditas las calles y limpiar los ladrillos de las ruinas para reutilizarlos en las nuevas construcciones. Nacía una nueva era.