Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de hermanos.

Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes retrasados y vuelos cancelados.

Ficha

  • Título: ‘Los alemanes’
  • Autor: Sergio del Molino
  • Género: Novela
  • Editorial: Alfaguara
  • Páginas: 336

—¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la despedida, al menos —dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña donde sólo cabían dos camisas y una muda.

—No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días, claro que me quedo unos días.

—Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y hay que firmar un montón de cosas.

Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio, antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada que ver con la vuestra.

Ya no tenía flequillo que soplarse cuando mi presencia se le volvía insoportable. Llevaba media melena y le sentaba bien. Se había quitado algún año. La última vez que la vi parecía una señora triste llena de raspas, pero había cambiado.

Me sonaba que tenía un novio. Sería uno de esos que compadreaban en la puerta, un tipo fino y educado, alguien cariñoso que no le haría perder la compostura. Me habría gustado decirle que la veía muy bien, que sonaba feliz, que ya no era aquella mujer vencida que tanto me espantó la última vez.

La portada de 'Los alemanes', Premio Alfaguara de Novela 2024 Elkar

—Bueno, ya hablaremos luego. He reservado mesa en Angelito, puedes ir a ver a papá después, ¿te parece?

Me tocó el brazo y me acarició la chaqueta arrugada.

Dudó un segundo y dibujó algo así como una sonrisa. Retrocedí

un paso ante aquella suavidad, y ella me abrazó sin que yo pudiera responder. Acercó su boca a mi oreja y me dijo:

—Apestas, tío, y te canta el aliento, no te acerques mucho a la gente.

La gente a la que no podía acercarme era un grupo bien vestido, un poco rancio, a la moda provinciana de la ciudad, que era eterna y recordaba mucho a la moda provinciana de mi ciudad alemana. En medio de aquel grupo de trajes aburridos para señora y caballero comprados en las plantas respectivas del Corte Inglés, mi chaqueta con coderas y mi camisa a cuadros desentonaban como nunca desentonó Gabi, cuyo contraste con el paisaje textil de la ciudad era de contrapunto.

Yo iba despeinado y sin disimular una mancha de tomate en la pernera derecha del vaquero, a la altura de la rodilla, resto de una currywurst zampada a toda prisa en la terminal de Frankfurt cuando ya había empezado el embarque.

Había sido mi desayuno, y aún centrifugaba en el estómago, provocándome el mal aliento del que me había avisado mi hermana y que podía utilizar como escudo contra esa sociedad concernida que me miraba de reojo, sin confirmar ni desmentir que yo era yo, el que vivía fuera, el que nunca aparecía por casa.

Mi hermana entró y saludó a unos señores de la edad de papá, pero con salud, capaces de vestirse, aguantar de pie, dar la mano y ofrecer pésames, y yo me quedé en la verja, como si aún estuviese a tiempo de decirle al taxista que volviera. El funeral público —la despedida, como lo llamaban con eufemismo— estaba programado para unos días después en el teatro, con canciones, discursos, alcaldes, músicos, poemas recitados por escritores y todo lo que

se podía esperar para un difunto por quien la ciudad entera lloraba, como se leía en la prensa donde se publicaban las esquelas a media página y sin cruces. Esto último era fundamental. Mi hermana pidió pruebas de impresión de las esquelas antes de autorizarlas y me las mandó por wasap con la frase si te parece bien.

Nihil obstat, imprimatur, le contesté.

Ella empezó a escribir una respuesta. Se fijó un rato en la pantalla el mensaje escribiendo, pero al final no puso nada.

No me salió del cuerpo decirle que no soportaba revisar la esquela de mi hermano en esa estación, de la que el tren iba a salir con una hora de retraso, lo que me haría perder el avión y me obligaría a dormir en uno de esos hoteles para suicidas de los aeropuertos. Quise decirle que ella tampoco tenía que aprobar ni vigilar nada, que daba lo mismo que salieran una o veinte cruces, que no importaba si escribían bien el apellido sin dejarse la T o la H o el orden en que se nos citase a los que lamentábamos mucho la pérdida y blablablá.

Da igual, hermana, quería decirle, enfatizando el hermana, sin su nombre, pero le puse nihil obstat, imprimatur, y ella pensó que yo era imbécil, como siempre, y también quiso decírmelo, pero le bastó con saber que no habría cruces en la esquela, que se publicaría laica y limpia, y que yo me daba por enterado a todos los efectos.

Lo de aquella mañana era un entierro en el sentido más estricto de la palabra. Consistía en sepultar su cadáver al estilo antiguo, en una tumba excavada en la tierra. No lo dejarían en un nicho, ni siquiera en un panteón, aunque la familia tenía pedigrí para erigir uno. Nuestro apellido debería destacar en una construcción de granito en la alameda central del cementerio, al lado de los patricios locales, pero mi familia prefería la gloria íntima de esa parcela aneja al camposanto municipal, hecha de tierra alemana.

Allí estaba mamá, pegada a la tapia, bajo un tilo que se alimentaba de ese rico compost y cuyas raíces pronto reventarían todas las lápidas. Al otro lado del árbol estaba el abuelo, Pablo Schuster, muy cerca de su padre, el bisabuelo

Hans, el Schuster primigenio. Allí le buscaron un hueco a Gabi, y no entiendo cómo, porque no cabían más muertos, pero siempre encontraban unos palmos de tierra para encajar otro. Allí cabrá también mi hermana. Y si no tomo las precauciones debidas, allí acabaré yo.

Sobre la cancela sólo se leía DEUTSCHER. La otra mitad del dintel estaba en blanco. Como informaba puntualmente ELFRIEDE en los boletines de la asociación de antiguos alumnos, el ayuntamiento retiró el relieve con la palabra friedhof después de que la F y la D se cayeran al suelo una tarde de invierno más ventosa de lo normal. Por mis vicios de lingüista —aunque no lo soy en realidad—, siempre veía las palabras descompuestas en partes. Fried, paz. Hof, jardín, patio, quizá huertillo, si nos ponemos rurales. Cementerio en alemán es patio de paz. Y la paz que celebra es, claro, la de los cementerios.

Para evitar guerras en los juzgados, y aunque casi nadie pasaba por allí, se retiró la lápida con la palabra friedhof para que el resto de las letras no golpeasen a un paseante despistado, a lo peor un corredor de esos que llevan pulsera para contar los pasos. Qué paradoja, puse en el chat familiar cuando se comentó la noticia. Levantarte a las seis de la mañana para correr unos kilómetros y soñar con una vida eterna y un cuerpo joven, y que te mate el rótulo en piedra de un cementerio de nazis medio abandonado.

Gabi respondió con un jajajaja y un emoji de carita que se carcajea, en un gesto de misericordia. Mi hermana ignoró el chiste y dijo que deberíamos aportar algo de dinero a la asociación para que encargasen un rótulo a un marmolista. Lo dijo también en la lista de correo del boletín.

Se ofreció a Elfriede para pedir presupuestos y supervisar el trabajo, para que el color de la piedra fuera el mismo que el de la palabra DEUTSCHER —lo cual sería difícil, porque era un color gris lamento hecho de décadas a la intemperie, no habría mármol nuevo que lo igualase— y escribieran bien FRIEDHOF.

Elfriede agradeció la iniciativa, pero la asociación, compuesta por socios de la edad de mi padre, no tenía fondos para esa obra, y su intención era suplicarle al ayuntamiento que se hiciera cargo, y que de paso le diera un repasito a todo el cementerio, que desbrozasen las malas hierbas, adecentasen los caminos y desatascasen las canaletas para que no se inundara los dos o tres días al año que llovía en la ciudad. Planteado así, aquello era una lucha política que trascendía la buena voluntad de mi hermana y creaba un conflicto con su carrera de servidora pública. A ver si en el partido se iban a pensar que utilizaba su influencia para desviar fondos al cementerio donde estaba enterrada su familia. Lo dejó estar y deseó suerte a Elfriede en sus gestiones. Por eso, sobre mi cabeza sólo se leía DEUTSCHER. 

Me divertía ver a tanto señorón y a tanta señorona evitando las zarzas y las hierbas altas que ocultaban las tumbas más viejas. Ni yo les reconocía ni me reconocían a mí, pero con todos pasé más de un sábado, cuando las familias de la colonia se reunían por la mañana para asear el cementerio. Allí íbamos, de pantalón corto —porque eran tareas de primavera y otoño, el frío y el calor nos excusaban de aquel muermo—, con el cubo, los paños, los escobones y toda esa intendencia que nunca usábamos en casa porque para eso estaba la chica.

SOBRE EL AUTOR

Sergio del Molino (Madrid, 1979) es autor de dos ensayos narrativos cruciales sobre la despoblación y «la idea de país»: La España vacía, con el que ganó el premio al mejor ensayo del Gremio de Libreros y el Premio Cálamo, además de entrar en las listas de mejores libros del año de toda la prensa cultural, y Contra la España vacía. Antes se había alzado con los premios Ojo Crítico y Tigre Juan con La hora violeta (2013; Alfaguara, 2023) y después con el Premio Espasa gracias a Lugares fuera de sitio (2018). Es columnista de El País y colaborador de Onda Cero Radio, entre otros. Sus obras han aparecido en inglés, italiano, francés, griego, alemán y chino, entre otros idiomas, y en más de quince países. Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara de novela 2024).