TODO hacía pensar que Loïe Fuller, oriunda de Illinois, en el oeste de Estados Unidos, iba a convertirse en un icono de la Belle Époque y mucho menos en bailarina del teatro de la Ópera de París.

Lo que en su país se consideraba una atolondrada y extraña forma de bailar - centrada en los efectos especiales y la iluminación artística- , alcanzó en París el reconocimiento de público y crítica. A pesar de sufrir dolores de espalda por el sacrificio físico al que le obligaba su estilo, y de tener los ojos dañados por las luces del teatro, Fuller no dejó de perfeccionar su danza hasta convertirse en un icono del cabaret parisino y en una verdadera inspiración para artistas como Rodin, Toulouse-Lautrec o los hermanos Lumière.

Oculta bajo metros de ligeros tejidos de gasa, con los brazos extendidos como largas varillas de madera, a merced de sus movimientos y de las luces, Loïe Fuller se transformaba en una flor, una mariposa, una serpiente o un fuego ardiente, y maravillaba cada noche un poco más. La chica torpe y sin encanto de sus inicios encontró su lugar en el mundo hasta convertirse, por méritos propios y con gran esfuerzo, en La Bailarina.

Adelantada a su tiempo gracias a su talento y fantasía, Fuller fue, además de bailarina, coreógrafa, inventora, científica, cineasta, empresaria y comisaria de arte, pero su encuentro con Isadora Duncan, una joven prodigio ávida de gloria y fama, precipitó la caída de este icono de principios del siglo XX.

Seleccionada para el Festival de Cannes 2016, la ópera prima de la cineasta Stéphanie Di Giusto presenta una excelente realización y un meticuloso trabajo de documentación, y añade a las referencias a la trayectoria profesional de Loïe Fuller sutiles evocaciones a la reconocida homosexualidad de la bailarina,

A través de sus relaciones tanto con personas próximas a ella como con su principal rival, la exquisita Isadora Duncan, está considerada por muchos como la creadora de la danza moderna.