El 2 de octubre de 1963, cuando vio a Francisco Franco en la televisión del bar, Timoteo Buendía gritó: “¡Me cago en Franco!”. Este ataque de sinceridad le costó muy caro, fue condenado a diez años de cárcel por el Tribunal de Orden Público (TOP). Fue el primero en pasar por el TOP, el siniestro instrumento con el que la dictadura franquista reprimió las injurias al jefe de Estado o delitos como la asociación ilícita, por el que se condenaba a aquellos que militasen en partidos y sindicatos no autorizados por el régimen. Se trató de un entramado judicial represivo, que operó de la mano de la Brigada Político–Social, encargada de obtener confesiones de las personas detenidas a base de torturas y palizas. Cualquier atisbo de disidencia era aplacado de manera fulminante, logrando así atemorizar a la población y apagar la más mínima tentación de pronunciarse en contra de lo establecido.

Siete de cada diez personas llevadas ante el TOP, que en total impuso 11.958 años de cárcel, eran de clase obrera. En el punto de mira estaban además sindicalistas, estudiantes y nacionalistas. El juicio con mayor número de procesados fue contra 40 mineros asturianos, y los inculpados con más sentencias del TOP fueron el minero Nicolás Corte y los fundadores de CCOO Eduardo Saborido y Marcelino Camacho. El 4 de enero de 1977, a través del Decreto Ley aprobado por Adolfo Suárez a instancia del ministro de Justicia Landelino Lavilla, el TOP fue suprimido. Sin embargo, las competencias de dicho tribunal fueron asumidas por la Audiencia Nacional y también fueron trasladados la mayoría de los jueces que dictaron aquellas condenas contra movimientos políticos y sindicales.

Se calcula que como mínimo, diez de los dieciséis magistrados que tuvieron plaza titular en el TOP –el 63%– fueron, en democracia, jueces del Supremo o la Audiencia Nacional. Es más, el empeño por hacer cumplir la ley franquista del presidente de aquel primer TOP, Enrique Amat, fue recompensado con un ascenso al Supremo en 1971. Los otros dos magistrados que resultaron premiados fueron José F. Mateu, asesinado por ETA en 1979 –y que saltó al Supremo en 1977–, y Antonio Torres-Dulce, que se jubiló en 1986 como presidente de la Audiencia de Madrid.