HACE algo más de un año, el semanario británico The Economist, que sigue con informada distancia los asuntos nacionales, sostenía que las elecciones en España las ganaría el partido "que tuviese la valentía de deshacerse de su líder". O sea, en aquel entonces, o de Zapatero o de Rajoy. Meses más tarde, la fotografía ha cambiado: el líder del PP se mide junto al exministro de Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba. Según todas las previsiones -aunque la del CIS se pase de largo- los populares tendrán mayoría absoluta. Y en los círculos socialistas más íntimos se da por satisfactorio un resultado de 125 escaños como consiguiera Joaquín Almunia en 2000. Pesan factores como dos comunidades clave: Andalucía y Catalunya donde se juegan 108 de los 350 diputados.
Lo que ocurra a partir del 20-N -si Gallardón será ministro, si Rubalcaba seguirá en el Congreso pese a la derrota o si UPN y PSN romperán el pacto de gobierno- es una incógnita. Pero si miramos a nuestro alrededor, percibiremos claves de lo que esa noche nos deparará.
Las pasadas elecciones regionales de Alemania nos demostraron como el desencanto político benefició la entrada en el Parlamento de Berlín del Partido Pirata con casi el 9% de los votos: 14 escaños. Una formación que nació en 2006, siguiendo el ejemplo del partido sueco Anti Copyright. Y todo, concurriendo con un programa algo improvisado: abogaban por la gratuidad del transporte público y carecían de posicionamiento en múltiples ámbitos, lo que les convirtió en una incógnita. Lo que está claro es que eran jóvenes -su edad media rondaba los 30 años-, que se beneficiaron de quienes votaban por primera vez, que robaron votos al centroizquierda y, lo más importante de todo, que fueron capaces de dar un vuelco en la composición de la cámara. En este caso fue entre otras cosas, el populismo antieuropeísta.
En nuestro país, la desmovilización de la izquierda puede abrir la puerta a nuevos partidos en Madrid. O lo que es lo mismo: a que el Congreso de los Diputados se convierta en una cámara italiana con la irrupción de una o dos nuevas formaciones políticas que se sumarían a las diez ya representadas.
Desde los comicios generales de 1993, la suma de escaños de PSOE y PP no ha variado mucho. Alcanzaron su cota máxima en 2008 con 322 diputados y tocaron fondo en 1996 con 297. Algo que se contrapone con la presencia cada vez mayor de partidos minoritarios como Nafarroa Bai, Coalición Canaria, BNG y UPyD -que suman más de un millón de votos- y con formaciones nuevas que aspiran a entrar el próximo 20-N: Amaiur y Equo.
¿En qué punto nos sitúa esto? Primero, en una italianización del Parlamento. Segundo, en una pérdida de poder estratégico de los principales partidos frente a formaciones como CiU o PNV con grupo propio. Pero, fundamentalmente, en saber que en estas elecciones nos arriesgamos a mayorías absolutas. Con lo que eso conlleva: anular los planteamientos del resto y potenciar un bipartidismo artificial.