Ondarroa

No corría la maratón, pero se asemejaba al famoso Filípides, de aquí para allá, de batallón en batallón, del frente a la retaguardia, siempre trotando como las liebres. "A veces miro al monte y me pregunto cómo era capaz de correr tanto. Hacía kilómetros como si nada". Era joven, no había cumplido los veinte años y sabía cuál era su obligación, como el malogrado y, por eso, mítico Filípides. Por suerte, el ondarrutarra Juan Arantzamendi, Arantza, como era conocido en el batallón Arana Goiri, Juanito, como algunos le dicen todavía, salió con bien de la Guerra Civil y de la no menos dura posguerra. A sus 94 años, habla pausado, en la lengua de sus ancestros ("dena euskeraz, eh?"), con recuerdos sin mácula y esprintando cuando habla del hoy y el ahora.

A Juan Arantzamendi todo el mundo le saluda en el trayecto que va desde la Alameda a su casa, donde nació y aún vive, en la calle Kantoipe, y desde donde disfruta de "las mejores vistas de todo Ondarroa". Pasos cortos y gesto rápido, únicamente se ayuda de un bastón para andar. "De salud, bien, gracias. Sólo un poco fastidiado de las rodillas". Son las mismas piernas que hace más de siete décadas le llevaron a algunos de los escenarios donde se vertió más sangre en Euskadi. A Juanito, aquel mozalbete "resultón" de una familia muy humilde de arrantzales que estudiaba en el seminario de Gasteiz, le pilló el inicio de la Guerra Civil en casa, de vacaciones. "Nunca he sido de ningún partido pero, claro, me apunté voluntario con los que había, con el Euzko Gudarostea del PNV, porque era nacionalista". Fue de los primeros en incorporarse a la defensa de la legalidad contra el golpe militar de los fascistas, así que pasó a formar parte del primer batallón vasco que creó el PNV, el Arana Goiri.

Le destinaron a la compañía Elkartzeak, donde algunos muchachos servían de enlaces, porque no había teléfono que valiera, ni siquiera telégrafo. "Cuando el comandante necesitaba mandar cualquier mensaje a otras compañías o desde el puesto de mando a primera fila del frente, pedía un chico y, hala, a correr por el monte, Y había que ir rápido, porque cuando entregabas el escrito ponían a la hora que llegabas. Y si tardabas mucho te abroncaban".

El batallón Arana Goiri fue el primero en marchar hacia el frente a finales de septiembre de 1936. Participó en varios enfrentamientos pero su batalla decisiva tuvo lugar en abril del 37, en el monte Saibigain, en Mañaria, en cuya cima se erige un cruz en recuerdo de los gudaris caídos. No se sabe con seguridad la cantidad exacta de jóvenes que, al grito de "se vence o se muere", fallecieron en los combates por dominar una cima vital para ambos bandos. Posteriormente, se denominó a este pico "el monte de la sangre". El comandante del batallón, Felipe Bediaga, fue uno de los primeros en caer. "Hubo muchísimas bajas. Éramos gente brava, pero íbamos poco armados".

batallones disciplinarios Aran-tzamendi nunca tuvo que utilizar su arma, aunque oía silbar las balas mientras galopaba. Esos ojos bondadosos que le abrieron tantas puertas en la vida se tiñen ahora de picardía: "Yo era el último en Saibigain porque alguien se tenía que quedar atrás para enlazar el frente con el puesto de mando". Tuvo suerte, mucha, porque sólo una vez recibió un impacto de bala y la peor parte se la llevó el tacón de su bota.

La fortuna le acompañó también en el bombardeo de Gernika, que vio en la lejanía ya que, en el momento en que la legión Cóndor dejaba caer su mortífera carga, el tren en el que viajaba Arantzamendi pudo parar antes de entrar en la villa.

Viendo que la guerra estaba perdida, el batallón Arana Goiri se retiró hacia Cantabria y acabaron siendo capturados en Santoña. La segunda parte de las penalidades empezaron en ese momento. Los fascistas formaron batallones de trabajadores con los capturados. A Juan Arantzamendi le trasladaron a Miranda de Ebro y de allí, al frente de Aragón, "a cavar trincheras y enterrar a los muertos. Pasamos momentos muy duros", recuerda.

Regresó a casa para pasar las navidades del 37, pero más tarde le volvieron a llamar para ir al frente, esta vez al lado de los golpistas. La negativa no era una opción para los vencidos en la guerra, así que acabó en un batallón disciplinario, en el que, bajo un sistema de esclavitud, tuvo que trabajar para el nuevo régimen a cambio de casi nada, ni siquiera de comida. El hambre y el frío se aliaron para hacer el trabajo insoportable. Como a muchos otros, le enviaron al Roncal. "La idea que tenían los fascistas era levantar fortificaciones desde Hondarribia hasta Catalunya, por si llegaba la guerra europea. Nos trataban muy mal, pero la gente corriente siempre nos ayudaba. Una vez nos dejaron dormir en un pesebre que estaba mojado de meadas de oveja, pero nos daba igual, porque hacía calor. Y el pastor nos dijo: "Ay, chaval, ahora duermes bien, ya verás cuando tengas 60 años, te vas a acordar". Y vaya si me acuerdo".

Tras muchos padecimientos y siete años perdidos entre la guerra y el castigo posterior, Juan volvió a su pueblo en 1943, "mutil zaharra y sin oficio". Con el tiempo logró solucionar ambas cosas. Se dedicó un tiempo a ser contable, para acabar trabajando durante 30 años como inspector de la línea de autobuses que unía Ondarroa y Bilbao. El amor se lo encontró donde y con quien menos se lo esperaba. Conoció a Josefina Llorente, una madrileña "maravillosa, seria, fuerte y guapa", que veraneaba en Deba. El flechazo debió ser inmediato. "No sabía nuestro idioma pero yo le cantaba en euskera y la hacía llorar", explica mientras muestra una fotografía de su esposa, ya fallecida.

El monte, el remo y la pelota han sido sus aficiones. Pero su pasión, lo que se dice pasión, ha sido cantar, como bien descubrió Josefina. Antes de la guerra formaba parte del Orfeón Ondarroa, "que llegó a tener 121 miembros", y tras jubilarse cantó en el ochote Kresala. "Tenía poca voz pero entonaba muy bien. Una vez salí en el teatro Arriaga a hacer la presentación yo solo y se me escuchó desde todo el auditorio".

"No hay que ceder" Arantza también vuelve la vista atrás para recordar a sus viejos compañeros de batallas, de los que van quedando cada vez menos. "Ya me gustaría que la Fundación Sabino Arana pudiera reunirnos a los que quedamos del batallón", explica. Si lo consiguen, seguro que hablan de aquellos años, pero Juan Arantzamendi no se queda atrás cuando afirma que ni la guerra ni la posguerra fueron lo peor. "Para mí lo más difícil es lo que nos pasa ahora, que nos mantienen fuera de la ley y no nos dejan votar. A ti te coge un enemigo y te obliga a trabajar de pico y pala. Tienes hambre y pocos kilos, sufres, pero sabes que aquellos son enemigos y tú estás cumpliendo tu deber para con la patria. Pero estás en casa, trabajando, votas, ganas la votación y tienes el ayuntamiento en sus manos, y no señor, te quitan eso, te dejan fuera de la ley y no te dejan votar. Es lo más insultante". "Y la situación de Euskadi va muy mal -añade-. La gente procede de buena fe pero, si cedes, el enemigo piensa que tiene la razón, que es lo que ha pasado también en Catalunya con el Estatut".

Juan saluda a su tabernera de cabecera después de tomarse el vino del día -"por la mañana, me junto con unos amigos y caen uno o dos txakolís y, por la tarde, uno o ninguno"- y no quiere despedirse sin recordar su madre, que falleció cuando iba a cumplir 102 años. ¿Por qué será?