Aquel final del año 75 tuvo muchos ejes porque todo estaba sin hacer. Uno de ellos era tratar de iniciar una nueva vida democrática sin presos de la dictadura en la cárcel. Tras el entierro de Franco, el gobierno de Arias Navarro quería por todos los medios mantener un franquismo sin Franco y parcheaba las situaciones. El 25 de noviembre de 1975, cinco días después de fallecido el general en su cama rodeado de tubos y fotografiado por su yerno Martínez Bordiú, se decreta un indulto general.
Para el 2 de diciembre hay 3.537 reclusos en libertad. El detalle es que la inmensa mayoría eran presos comunes y algunos presos políticos, entre ellos, los encausados en el juicio 1001 y los tres del PNV, Joseba Goikoetxea, Carlos Zarraga y Antón Landa, encarcelados en Carabanchel por propaganda ilegal. El indulto fue considerado un insulto y solo migajas. En las cárceles quedaban más de 500 presos políticos. Ante esa realidad y superando el hecho esgrimido de si eran presos con delitos de sangre o no, se comienza a hablar y a reivindicar.
En los meses de diciembre y enero se desarrolla la primera campaña por la Amnistía que se convierte en la gran bandera porque se consideraba que debía ser total. Parecía que la nueva situación daba más juego para manifestaciones públicas y el 4 de enero, tras una encerrona en la catedral del Buen Pastor en San Sebastián, 2.000 personas se manifiestan por las calles sin que interviniera la policía. El día 13 son ya 6.000 por las calles de Gasteiz y el 17, 2.000 en Durango. Algo insólito hasta entonces porque no hay golpes, ni tiros, ni carreras. La espiral comienza a subir.
No es el caso describir lo que significó aquel inmenso movimiento que se constituyó en un clamor que tuvo uno de sus picos en la gigantesca manifestación pro amnistía celebrada en Bilbao, con la participación de más de 100.000 personas. Aquello fue abrumador, y una especie de prueba del algodón al régimen que se resumía en ”sin amnistía, no hay democracia”. Y la consigna en euskera, dos palabras muy claras, Amnistia Denontzat lo inundó todo. Todo eso se hizo. Y se hizo bien.
¿Reconciliación?
Un 24 de junio, día de San Juan, se celebraba la onomástica del Rey. Estábamos en una multitudinaria recepción a la caza y captura de alguna croqueta, cuando se me acercó Antonio Carro, uno de los hombres de confianza de Carrero Blanco y ministro de la presidencia con Arias Navarro, quien, señalándome al rey con el índice, me dijo para mi sorpresa: “El culpable del 23-F es ese. Se la pasaba diciendo perrerías contra Suárez a los militares que le visitaban y éstos quisieron aliviarle de un presidente del gobierno, centro de sus críticas”. Me quedé perplejo pues semejante afirmación de un hombre del régimen no era cualquier cosa.
Posteriormente me fui enterando de lo que hacía “el que nos trajo la democracia” y cuando se ha hecho público el libro Reconciliación y escuchar que a sus aventuras amorosas las llama simples “deslices” y que en el 23-F, hubo tres golpes en uno, y él no está en ninguno, he pensado que este señor o nos toma por tontos o está preparando su funeral, tipo Isabel II o incluso una cierta reconciliación con Sofía de Grecia a la que ha maltratado de manera continua. Llegó a decirle: ”Sabes que no te quiero desde hace mucho. Vete con tu hermano a Londres. Conmigo no tienes nada que hacer”. Frente a los adjetivos cariñosos que ahora publica están las escenas de humillación y sometimiento del esposo que en el libro no se cuentan. Y es que Juan Carlos quiso divorciarse y casarse de nuevo. Su actitud fue cruel y hostil con su esposa Sofía, que podía ser catalogada como maltrato sicológico punible en la Ley de Violencia de Género que el mismo monarca firmó durante su mandato.
No hay más que ver el índice onomástico del libro donde el apellido Franco tiene cuatro veces más menciones que Suárez y, por ejemplo, no hay ni una sola mención a ningún dirigente vasco, ninguna, con lo que se ve a las claras que la hija de Regis Debray, el amigo del Che Guevara, ha escrito un libro de encargo para seguir maquillando la realidad como cuando todos los gobiernos usaban el CIS para decirnos que la monarquía era la institución más respetada y querida. El Pacto de Silencio funcionaba así.
Y en relación con lo que dice del 23-F amparándose en que el general Armada, preceptor, ha fallecido, la cosa chirría pues le llama nada menos que traidor. Ante semejante acusación harían bien los familiares de Armada en querellarse con este caballero que sigue creyendo que la reconciliación es reírle sus gracias y resucitar el juancarlismo socialista.
En Roma
Decía Javier Landaburu que el PNV era una gran familia, además de un gran partido político. Con ese criterio, senadores, asistentes y amigos viajamos el 8 de enero 2014 a Roma y, a título particular, estuvimos en la Audiencia General en el Vaticano, saludamos al Papa Francisco y le regalamos una argizaiola. Pero, además, nos pasó algo curioso.
En el vuelo a Roma viajaba el golpista Antonio Tejero con su esposa. Un jubilado aparentemente inofensivo de 83 años, hoy 93 y enfermo, que a pocos llamaba la atención. En el aeropuerto le recibió su hijo cura, un tipo grandote y, por lo que escribe en prensa, bastante carca. Ese día por la tarde estuvimos, como no podía ser menos, en la Fontana de Trevi y en el Panteón. Y allí estaba de nuevo Tejero, de turista. Al día siguiente por la tarde, fuimos a ver el Coliseo. Y allí estaba Tejero con su mujer Carmen y su hijo. Yo me aparté y mis compañeros furtivamente le sacaron fotos. La publicada es una de ellas. No es habitual estar en el Coliseo con un ex guardia civil golpista que con su tricornio, su mostacho, sus gritos y su pistola desenfundada obligó a los diputados a besar la alfombra del Congreso y dio aquel golpe de Estado de opereta.
En una de estas, Tejero pidió a uno de los nuestros que le sacara una foto, cosa que hizo; pero cuando oyó unas palabras en euskera cogió el portante y huyó de allí como si hubiera visto al diablo. Yo me quedé con las ganas de preguntarle lo que él demandó tras el golpe. “Algún día alguien tiene que explicarme que pasó aquella noche”. Su jefe Juan Carlos lo sabe bien aunque ahora dice que hubo tres golpes en uno.
La Guerra Civil no ha terminado
En 1981, a pesar de la muerte de Franco, el ejército español era franquista. Lo describió bien Blas Piñar tras las pintadas de Ejército al poder: “El ejército español es un ejército político porque surgió de una contienda política y estamos en un estado de guerra civil universal. Queramos o no, la guerra no ha terminado”. Y es que cuando murió Franco en 1975 todos los generales españoles eran bastante más jóvenes que él, habían comenzado la guerra como tenientes o cadetes y pasaron toda su vida comulgando con la ideología oficial, vinculados por la lealtad y domesticados por la dictadura. Fue muy gráfico lo que dijo el capitán general de Madrid, Quintana Lacacci, el 23 de febrero de 1981. “Soy un franquista que admiro la memoria del General Franco, he sido ocho años coronel de su regimiento. Llevo esta medalla militar que gané en Rusia e hice la Guerra Civil. Pero el caudillo me dio orden de obedecer a su sucesor y el rey me ordenó parar el golpe del 23-F y lo paré. Si me hubiera mandado asaltar las Cortes, las asalto”. El golpe, pues, se produjo porque el ejército era franquista y por eso mismo fracasó, pues el franquismo era disciplinado y jerárquico. Y seguramente hubo dos golpes en uno. El chapucero de Tejero y el del antiguo preceptor del rey y jefe de su Casa Militar, Alfonso Armada, al que Suárez había obligado a dimitir cuando se enteró de que en las elecciones de junio de 1977 apoyó con papel de la Casa Real a la Alianza Popular de Manuel Fraga. Otro angelito.
El embajador alemán
¿Se sabrá algún día lo que pasó aquella tarde y noche? Posiblemente, pero muy poco a poco. En 2012, la revista Der Spiegel informó a su país de que el rey español habría mostrado comprensión hacia los artífices del golpe de Estado, cuando no simpatía. La revista difundió extractos del Despacho 524, recientemente desclasificado por el Ministerio alemán de Exteriores, donde aparecía el documento del embajador en Madrid, Lothar Lahn, al gobierno del Canciller Helmut Schmidt. Lahn fue embajador de 1977 a 1982 y mantuvo una conversación con Juan Carlos el 26 de marzo de 1981. En la misma, Juan Carlos le contó sus impresiones acerca del fallido golpe. El rey, según el informe, “no mostró ni desprecio ni indignación frente a los actores; es más, mostró comprensión, cuando no simpatía”. Según ese mismo texto, el monarca le habría dicho al embajador que los “cabecillas solo pretendían lo que todos deseábamos: la reinstauración de la disciplina, el orden, la seguridad y la tranquilidad”. Siempre según el embajador, Juan Carlos le habría manifestado que la responsabilidad última del golpe, no fue de sus cabecillas, sino del entonces presidente Adolfo Suárez, a quien reprochó despreciar a los militares. Por ello habría aconsejado influir en los tribunales para evitar un castigo severo a los artífices del 23-F. No me extraña, pues, que tras las sentencia, el mismo Suárez escribiera un durísimo y silenciado artículo titulado “Yo discrepo”. Lo del embajador es realmente esclarecedor.
La mentirosa Casa Real, como siempre, sacó un comunicado ante estas verdades diciendo que el rey actuó en defensa de la democracia. Falso. Fue uno de los propiciadores del golpe, por su ligereza previa al mismo. Nada nuevo bajo el sol mientras el gobierno se resiste a aprobar una ley que permita investigar y trabajar con documentación catalogada de “Secretos Oficiales”. Hasta Trump ha tenido que agachar la cabeza con su amigo Epstein, pero aquí, todo esto sigue siendo tabú, mientras nos adormecen con libros mentirosos como el de la falsa Reconciliación.