HAY días en que la realidad te da una sacudida y pone las cosas en su sitio. Una mañana de octubre estaba tan ricamente escuchando a la galesa Mary Hopkin y su canción Those were the times, más conocida entre nosotros como Qué tiempo tan feliz; sí, qué ganas de volver al Pleistoceno, pensarán con bastante razón, cuando sonó el teléfono. Mi hermana, sin ninguna consideración por la cantante británica y mi nostalgia, me puso al corriente de la cruda realidad. Me desarregló el resto del día.
Me contó de un tirón y con el alma dolida que la espada de Damocles había caído sobre una amiga en forma de un cáncer de esos que no dejan dudas sobre su inmisericorde destino. Todo ello en un plazo corto de tiempo. Ella lo ha administrado con enorme generosidad hacia los suyos y admirable valentía. Durante los últimos meses los preparativos antes de su anunciada muerte han estado en sus manos, incluido su propio velorio. Hace falta entender bien la vida para cortejar tan elegantemente a la muerte y saber mirarla de frente.
En su enfermedad terminal, Edurne optó por el “bien morir”, cumpliendo con la célebre frase de Friedrich Nietzsche: “Uno debe morir con orgullo, cuando ya no es posible vivir con orgullo”. Vivimos en una cultura en la que la muerte, a pesar de estar siempre presente, se esconde como si fuera un fenómeno ajeno. Tan ajeno como los cataclismos que se suceden a nuestro alrededor y que los vivimos con la insolente certeza de que a nosotros nunca nos alcanzarán. En algunos países, llamados erróneamente civilizados, algunas personas se despiden de sus vecinos, familiares y amigos desde un automóvil pasando por delante del féretro para evitar así cualquier contacto visual con el cadáver.
Me pregunto cómo es posible que sigamos viendo muertes tras meses de sufrimiento y dolor. Largos y tremendos meses donde la angustia y padecimiento se extiende a toda la familia. Estoy convencido, aunque no soy ningún experto, de que no es un dilema de médicos y de personal sanitario. No, este es un problema de una sociedad inmadura que niega la muerte, o al menos, no sabe o no quiere enfrentarse a ella. Por fortuna, a nuestra amiga no le faltó coraje.
Ahora, el final ha llegado tan inexorablemente como estaba previsto. La luz del sol se ha apagado para ella, casi al mismo tiempo que la entrada del invierno, un mes en el que unos ubican el portal de Bélen y otros las rebajas. El pasado domingo fui a su velorio porque aprendí de mis mayores que honrar a las personas que estimamos en vida y dar un abrazo a sus deudos es un deber. En este caso, reconfortante, además.
Allí estuvimos gentes que hemos compartido alegrías y tristezas, subidas y bajadas, ilusiones y desencantos: vida en una palabra. Todos y todas dispuestos a bandear el duelo y a festejar la vida con los que quedan. Y entre los “vamos tirando”, “quitando lo malo, todo bien” y “no me puedo quejar” repasamos las fotografías de la vida de Edurne, que bien hubiera podido ser la nuestra, Un currículum vital solidario que en algunos de sus aspectos quisiéramos que fuese el nuestro.
Y así, en una mañana desapacible y lluviosa de domingo compartimos los recuerdos, los abrazos y los recuerdos, pero sobre todo el calor que en vida nos transmitió Edurne. Al salir del tanatorio recordé la letra de la canción de Mary Hopkin: “Encadenados a la vida pudimos conocer la realidad, a veces nos veíamos de nuevo, volviendo con nostalgia a recordar”.
Así que, querida y valiente amiga, descansa en paz y espéranos muchos años antes de volvernos a ver.