Ahora que, como casi siempre, los jueces están en el centro de la polémica y se anuncian reformas para hacer una Justicia más justa y más independiente, a ser posible con sentencias y autos que den menos sobresaltos y no frecuenten tanto las primeras planas de los periódicos, he de confesar que, en un pasado lejano, tuve la tentación de intentar convertirme en juez. No haciendo una de esas oposiciones memorísticas que exigen encerrarse durante años para aprender a recitar oralmente varios cientos de temas, sino a través de un concurso de méritos entre “juristas de reconocida competencia” con seis años, al menos, de ejercicio profesional. Lo que se llamaba coloquialmente “el tercer turno”.
Yo ya llevaba más de esos seis años, primero como abogado y luego como funcionario, así que esperaba ver reconocida mi competencia, aunque mis méritos, debidamente documentados en papel y empaquetados en aquella época predigital, no se acercaban ni de lejos al “largo 45 centímetros, ancho 35 centímetros y alto 25 centímetros y un peso no superior a los tres kilogramos, cada paquete” que establecía como máximo alguna convocatoria. Aún guardo copia de los documentos que envié al Ministerio de Justicia y solo tienen 3 centímetros de alto.
Hice dos intentos. En el primero, me presenté a la convocatoria de pruebas selectivas para cubrir 300 plazas de alumnos del Centro de Estudios Judiciales para su posterior acceso a la Carrera Judicial, aprobada por Orden del Ministerio de Justicia de 18 de julio de 1990 (BOE del 26): 200 plazas por oposición y 100 por concurso. No tuve suerte y no figuraba entre los 55 concursantes aprobados.
El segundo intento fue con la convocatoria de 150 plazas (100 por oposición y 50 por concurso) aprobaba por Orden de 27 de febrero de 1992 (BOE del 5 de marzo). El tribunal aplicó lo previsto en las normas entonces vigentes (Orden de 1 de agosto de 1991 por la que se regula el acceso al Centro de Estudios Judiciales de los aspirantes a ingreso en la Carrera Judicial, BOE del 23): “Los aspirantes que superen la puntuación mínima fijada por el Tribunal serán convocados por éste para mantener una entrevista, de una duración máxima de una hora, con objeto de valorar adecuadamente los méritos alegados y, en función de los mismos, su aptitud para acceder a la Carrera Judicial”.
Los méritos alegados, conforme a esas normas, eran títulos y grados académicos, años de servicio en disciplinas jurídicas como funcionario, cursos de especialización jurídica, presentación de ponencias, comunicaciones, memorias o trabajos similares en cursos y congresos de interés jurídico, publicaciones científico-jurídicas, número y naturaleza de asuntos dirigidos ante juzgados y tribunales, dictámenes y servicios jurídicos prestados en el ejercicio de la abogacía. Yo tenía un poco de todo eso y fui citado en la sede del Tribunal Supremo, en la plaza Villa de París s/n de Madrid, un día de septiembre de 1992 para someterme a la entrevista.
Mientras esperaba en los pasillos a que me llamaran, entablé conversación con otros aspirantes que hacían lo propio. Me contaron dos cosas que ignoraba. Que no iba a pasar ninguna entrevista sobre mis méritos, sino que el tribunal sometía a los aspirantes a un examen oral sobre cuestiones jurídicas. Y que era costumbre utilizar el turno de concurso para ascender a los secretarios judiciales; si no eras secretario, tus posibilidades de llegar a ser juez mermaban mucho.
Cuando fui llamado y entré en la sala, una solemne y amedrentadora sala de vistas, me encontré con que los señores miembros del tribunal calificador (todo señores en aquella época: un magistrado del Tribunal Supremo, un magistrado, dos catedráticos, un abogado y un abogado del Estado), examinaban desde las alturas del estrado al aspirante ubicado en el lugar de los testigos, aunque le hacían sentirse como si estuviera en el banquillo de los acusados. No se interesaron por mis méritos; me bombardearon directamente con diversas preguntas, de las cuales solo recuerdo una sobre la conflictiva y debatida cuestión de si el Estado tiene o no personalidad jurídica, que respondí como pude. Me despidieron y me señalaron la puerta de salida.
Mis respuestas en aquel examen no previsto por las normas y para el que no me había podido preparar no debieron de ser lo suficientemente satisfactorias para los señores del tribunal ya que no fui incluido entre los concursantes con aptitud para acceder a la Carrera Judicial. No me quedé con ganas de volverlo a intentar.
El concurso para ingresar como juez fue sustituido por el concurso-oposición mediante la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que se operó por Ley Orgánica 16/1994, de 8 de noviembre. La valoración de la fase de concurso, tanto para el ingreso como juez o como magistrado, quedó regulada en el art. 313.7: “Para valorar los méritos a que se refiere el apartado segundo de este artículo que hubiesen sido aducidos por los solicitantes, las bases de las convocatorias establecerán la facultad del Tribunal de convocar a los candidatos o a aquellos que alcancen inicialmente una determinada puntuación a una entrevista, de una duración máxima de una hora, en la que se debatirán los méritos aducidos por el candidato y su curriculum profesional. La entrevista tendrá como exclusivo objeto el acreditar la realidad de la formación jurídica y capacidad para ingresar en la Carrera Judicial, aducida a través de los méritos alegados, y no podrá convertirse en un examen general de conocimientos jurídicos”.
En fin, que para los legisladores era evidente el fraude que se venía cometiendo al respecto y su intención de ponerle límite. Para el futuro, claro, los abusos del pasado ya no se podían remover.
Ese sistema de ingreso como juez parece ser que no gustaba demasiado a los miembros de la Carrera Judicial (mayoritariamente ingresados por oposición) y fue suprimido por Ley Orgánica 19/2003, de 23 de diciembre. El “tercer turno” se mantiene solo para la categoría de magistrado.
Tras mi frustrante experiencia como concursante, valoré si presentar algún recurso contra la actuación del tribunal calificador, ya que convertir una entrevista en un examen por sorpresa infringía clamorosamente las normas de la convocatoria. No lo hice, no creí que mereciera la pena el esfuerzo. Mi confianza en los jueces, ya endeble con anterioridad (si no jurista de reconocida competencia, era ya jurista suficientemente escarmentado), había descendido muchos grados al ver cómo quienes se pasaban la ley por el arco del triunfo eran, precisamente, algunos (ojalá que pocos, aunque con mucho mando) de quienes tenían atribuida la misión de aplicarla.
Me gustaría poder creer y decir que aquellos hechos pertenecen a un lejano pasado, que hoy las cosas ya no funcionan así y que el aire que se respira ahora por los pasillos del edificio del Tribunal Supremo es otro. Me gustaría, sí, me gustaría mucho, pero uno no siempre puede hacer lo que quiere. No puedo evitar el recuerdo, de vez en cuando, de aquella frase del Eclesiastés: “He observado otra cosa bajo el sol: en el puesto de la ley, está el delito; en el puesto de la justicia, la injusticia”.