Cuando fui a la Universidad de Navarra a estudiar Periodismo, aún no había cumplido 17 años. Todos mis compañeros –entonces, no pocos– estábamos emocionados. En nuestra imaginación veíamos un periodismo de película. Queríamos ser corresponsales de prensa, grandes entrevistadores de escritores famosos… Nuestro mundo estaba lleno de sueños y valentía. La noticia era lo primero, y que esa noticia fuera verdad y estuviera bien contada.
Han pasado muchos años desde aquellos días pero he de decir que he sido valiente. Escribí artículos políticamente incorrectos. Publiqué abiertamente mi rechazo a la violencia y la necesidad de negociar. Algunas veces tuve miedo. Y a qué me pudiera pasar…
Cuando fui periodista –y después de unos años de tener el carné de prensa–, con nuestra cuadrilla hicimos una visita al archivo de Lazkao. Vimos muchos documentos que desconocíamos y nos hicimos amigos del padre Juan Joxe Agirre, un benedictino que guarda, con infinito cariño, la memoria de Euskadi; los éxitos y fracasos de nuestra tierra, los héroes y los menos héroes. Después de la visita, con el guardián de aquel templo del saber fuimos a comer a una sidrería: tortilla de bacalao, txuleta y nueces. Fue un día tan bonito que nos prometimos repetir anualmente aquella visita bañada en sidra y risa.
El tema de Josu Ternera me ha despertado del sueño temporalmente. Lazkao.
Creo que no me voy a acordar de tantos nuevos amigos que hicimos en aquel tiempo, pero sí recuerdo a Uxue Barkos, valiente con su pañuelo a la cabeza, a Josu Rekalde, Mikel de Viana, Oskar Matute, Fernando –un etarra de la vía Nanclares que había estado más de veinte años en la cárcel–, Iñaki Anasagasti, Josu Zapirain y Argitxu –una mujer divertida que nos hacía reír mucho y era excuñada de Josu Ternera y tía de Egoitz, sobrino de Ternera–. Rekalde nos trajo a amigos venezolanos que eran vascos exiliados. También vinieron Jon Kerejeta, el vicario Ángel Mari, que ya no podrá volver, José Antonio Pastor, Pili Zabala, algunos altos jefes de la Ertzaintza… A la comida nos acompañaban, de vez en cuando, periodistas: Juan Mari Gastaca, Kike Santarén, Xabier Oleaga, José Félix Azurmendi… Disfrutábamos mucho y, al final, parecía que éramos amigos de toda la vida, aunque cada uno tenía su propia ideología. A veces llevábamos a algunos familiares. Mi nieto Ina, de 8 años, por poco dibuja dentro de un códice del siglo XV, le parecían preciosos los colores. Aitor era más serio y miraba fascinado aquellos grandes volúmenes (“Mira, Aitor –le decía el padre Agirre–, están escritos en vitela. En este libro hay un rebaño entero de ovejas”). Al fin descartamos a los niños, porque después de la comida, nos tomábamos unos gin-tonic, para hablar más tranquilos y se nos hacía de noche. El páter –como le llamamos– faltó a alguna de sus tercias o nonas porque le daba pereza volver al convento. Al guardián del castillo de la cultura siempre le llevábamos una botella de Benedictine. Le parecía la mejor copa para después de comer.
Ninguno de nosotros, los organizadores, apenas seis, hablamos a nadie de estas amistades. Pero cuando llegaba la época en que se abrían los txotx (de enero a abril, el propietario de una sidrería escoge una kupela y al grito “txooootx”, invita a todos los asistentes a probar la sidra nueva), nos poníamos nerviosos. Había que volver a la cita de Lazkao.
Todos sabíamos que quienes nos sentábamos a la mesa –víctimas de ETA, víctimas del GAL, periodistas, exetarras, altos mandos de la Ertzaintza y hasta personas que tenían que ir con escolta como un exgobernador civil– no podíamos decir nada de lo que allí hablábamos.
Cada año, calculábamos el número de invitados para poder oírnos del principio al fin de la mesa. Deseo imposible en una sidrería.
Pienso que si hubiera una próxima cita anual, este año invitaríamos a Jordi Évole. Sería un buen invitado. Évole es un comunicador valiente, porque “hacer una entrevista no quiere decir estar de acuerdo con el entrevistado”. Los buenos periodistas se arriesgan y, a veces, pierden la vida. ¡Viva la libertad de expresión y fuera la violencia!
“Habíamos sido felices –cuenta Almudena Grandes en una novela–. Habíamos sido felices sobre una cuerda floja, habíamos florecido en una infección de contradicciones, nos habíamos encontrado en un laberinto de paradojas sin mirar al cielo”.
Sin mirar a nada. Sin miedo.