cON cierta regularidad nos llegan noticias de menores palestinos matados por soldados y colonos israelíes. Pero en la Unión Europea no se inmuta nadie. Cuando eso ocurre se tira de comunicado exhortando a la calma y justificando el derecho de Israel a defenderse. Punto. De hecho, las voces que denuncian el deslizamiento del sionismo hacia el fascismo, son cada vez más dentro de Israel. Así se explica que la ministra de Justicia Ayelet Shaked entre 2015 y 2019, protagonizara un vídeo de presentación de un perfume que se llama Fascismo. Lo hizo en el marco de una campaña electoral.

En este contexto, el galardonado intelectual israelí Lev Sternhell advierte de un posible colapso de la democracia en Israel. El rabino Kahane señala el riesgo de un fascismo israelí. El director de cine israelí Amos Gitai en uno de sus últimos documentales denuncia el carácter fascista del régimen.

La idea sionista de “Tenemos razón, porque estamos solos en una región enemiga”, va acompañada de una propaganda de deshumanización del considerado enemigo, lo que permite programar cómo eliminarlo con toda la buena conciencia del mundo. Norman G.Finkelstein, judío, hijo de padre y madre supervivientes del gueto de Varsovia, denuncia lo que él llama la industria del Holocausto, creada para desviar las críticas a Israel y a su propia política moralmente indefendible. En su calidad de hito de la opresión y de la atrocidad, es utilizado para restar importancia a los crímenes que Israel comete.

El escritor José Saramago calificó, no sin razón, a los sionistas como rentistas del holocausto. Los sionistas disparan, ocupan, colonizan, y después se quejan de su infortunio: nadie les comprende y además dicen temer otro holocausto. Pero es verdad que la impunidad de la que gozan –por el apoyo de Estados Unidos y la docilidad europea motivada en parte por un síndrome de culpabilidad histórica hoy incomprensible– los hace más y más cautivos de su propia enfermedad: una paranoia armada de bombas nucleares, convencidos de que fuera de su mundo todo es irremediablemente antisemita.

El sionismo, como el hijo maltratado que reproduce las locuras de su padre y se vuelve él también maltratador vive su Holocausto no como la tragedia que jamás puede volver a repetirse a ninguna escala, sino como el aviso de que su lucha es contra todos y contra el mundo. Sólo así se explica algo tan terrible como la que cuenta B. Michael, él mismo hijo de supervivientes en su artículo De marcado a marcador, después de que los medios de comunicación publicaran que a los palestinos detenidos se les marcan los brazos: “No hay duda de que el trayecto histórico del pueblo judío en los últimos sesenta años que separan de 1942 de 2002 podría servir de material a apasionantes estudios históricos y sociológicos. En sesenta cortos años pasó de marcado y numerado a marcador y numerador, de encerrado en guetos a encerrador en Cisjordania, Gaza, y barriadas palestinas de Jerusalén. B. Michel se queja: “Sesenta años y no hemos aprendido nada, no hemos interiorizado nada”.

Y qué decir de ese oficial superior israelí –en valiente denuncia de Michel Warschawsk, intelectual judío e hijo de rabino– que, en la víspera de la invasión de los campos refugiados palestinos, explica a sus soldados que hay que aprender de la experiencia ajena, incluida la forma en que los alemanes tomaron el control del gueto de Varsovia. No debe extrañar que en la estación de autobuses de Jerusalén durante años haya lucido un graffiti que dice: ¡Holocausto para los árabes!

Hace unos años, un editorial del diario israelí Ha’aretz decía lo siguiente a propósito de la permanente agresión militar sobre Gaza: “Un Estado que ataca indiscriminadamente a la población civil, deja a 700.000 personas sin electricidad, desaloja a más de 20.000 de sus casas y destruye hospitales, ¿en qué se diferencia de una organización terrorista?”. Desde la publicación, el gobierno israelí y sus generales se superaron con creces: extendieron la matanza a observadores de Naciones Unidas.

Por cierto, la opinión pública mundial debería saber que en los últimos sesenta años el ejército de Israel ha matado a centenares de menores de edad palestinos. Es una extraña obsesión que tal vez se explique por el testimonio que dio en el verano de 2007 el periodista y miembro de la ONG Vacaciones en Paz en Radio Nacional de España: “En la frontera con Jordania los militares israelíes se han afanado en revisar los equipajes de los niños y niñas que vienen de vacaciones a España. Cuando les he dicho que son sólo niños un oficial me ha respondido que son futuros terroristas”. El periodista, experto en la región, estaba vivamente impresionado. La bomba que mató a más de veinte niños que ocupaban un edificio en el sur de El Líbano, siendo terrible, no es sino una manifestación más de un estado que desafía al mundo. Conviene recordar que el objetivo del sionismo es la sustitución de un pueblo por otro en el territorio, mediante la inversión de la demografía a través de tres mecanismos: la expulsión de población palestina; la prohibición de su retorno mediante leyes ad hoc; la importación de población judía de todo el mundo para colonizar nuevos territorios en Judea, Samaría y Jerusalén.

No es de extrañar: el sionismo no renuncia a conquistar más territorio en la Palestina ocupada, pues en su agenda oculta se contempla dominar toda la Palestina histórica, desde el río Jordán hasta el Mediterráneo. Para seguir siendo un Estado díscolo cuenta con el apoyo incondicional de Estados Unidos en cuyo país el sionismo y la Nueva Derecha Cristiana mantienen una alianza teológica y militar.

Israel hoy por hoy representa un peligro para la paz mundial. Más aún cuando sus dirigentes y parte de su población, en palabras del intelectual judío Michael Warschawski, “ha asumido el concepto de choque de civilizaciones y ve la necesidad de una guerra de anticipación permanente”. El árabe, lo musulmán, enemigo histórico en la lucha por la sobrevivencia del Estado de Israel se convierte ahora en un enemigo aún mayor. Esta tesis hecha paranoia justifica absolutamente toda la violencia que se pueda desplegar contra el peligro palestino. Pero realmente, por mucho que se diga, esta no es una batalla contra el terrorismo: es una guerra que pretende cambiar el mapa político de la región, formado por Estados debilitados y gobiernos títeres, con Israel como gran gendarme.

Esta locura no puede quedar impune, por más que Israel aspirando al estatuto de víctima del holocausto culpe a sus adversarios de sus propias atrocidades. La invocación a los males sufridos por el pueblo judío constituye la base de un discurso que pretende un pasaporte de inmunidad perpetua con el fin de ejercer una violencia despiadada. Es siguiendo esta lógica que el primer ministro Olmert culpó en su momento a las autoridades libanesas de no haber desalojado el edificio bombardeado en el que fueron asesinados dos docenas de niñas y niños.

El victimismo israelí del que se nutre su creencia de que debe actuar en rebelión contra la sociedad mundial y sus instrumentos legales descansa en frases como esta: “Puesto que somos los perseguidos de la historia tenemos derecho a aniquilar a nuestros enemigos reales y potenciales para que nunca más seamos víctimas” La tentación de la inocencia se vuelve así un ejercicio cínico, violento, ilegítimo, oportunista. El recurrente regreso al Holocausto no es sino un modo perverso y chantajista de justificar las mayores brutalidades contra los palestinos en nombre de la supervivencia que se despliegan fuera del ámbito de la legalidad puesto que la ley es un estorbo.

El sionismo reproduce el gueto de Varsovia, un área separada para un grupo étnico en condiciones de reclusión, en Gaza, Cisjordania, Jerusalén este. Ese pueblo palestino que, en una nueva Varsovia de nuestro tiempo, sobrevive vive en el sufrimiento que emana de las bombas e incursiones militares de la fuerza ocupante en Nablus y en Yenin. Y siempre en Gaza.

Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo