NO parece casual, y nada lo es en Oriente Medio. Así, los ciudadanos israelíes han visto como su atención cambiaba de prioridad. Hace unos días, la presión interna lograba paralizar la reforma judicial que pretendía llevar a cabo el primer ministro Benjamín Netanyahu, lo que le permitiría no sólo impunidad a un posible procesamiento (otorgaba a la figura de primer ministro una especie de casi inviolabilidad, salvo por razones extremas) y, lo que era peor, subordinaba la justicia al poder político, dañando gravemente la separación de poderes y la democracia.

Sin embargo, la enorme presión social, que fue en aumento produciéndose grandes movimientos de protesta popular, ha podido más y Netanyahu ha tenido que posponerla ante el riesgo de generar un profundo cisma en la sociedad israelí. A pesar de todo, las protestas no han cesado, revelando con ello una gran desconfianza hacia las instituciones, en concreto, contra las pretensiones de los partidos ultranacionalistas y ultrarreligiosos de dictaminar las reglas políticas y maniatar muchas de sus libertades. Israel, pese a esta mayoría ultraderechista, es un país muy fragmentado y dividido, con múltiples y diversas sensibilidades. Pero hay una tecla a que quienes la pulsen, ya sean los palestinos o los hebreos, les une de forma instantánea: la amenaza terrorista. Solo debe darse una excusa o un incidente para activarla. Y no es difícil encontrarlos.

Por ello, en la madrugada del 5 de abril, las fuerzas de seguridad israelíes desalojaron por la fuerza la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, debido a que varios revoltosos se habían introducido en ella (había corrido el rumor de que los judíos querían sacrificar allí un animal, y querían impedirlo). La mezquita, abarrotada de fieles, celebrando la oración nocturna del Ramadán, se vieron atrapados por el furor de unos y por la injerencia de los otros. En vez de contemporizar, se dio orden de desalojarla. Las consecuencias, las esperadas. Otro drama. La fuerza empleada por la policía hebrea para sacar a los fieles fue expeditiva, provocando nada menos que 25 heridos, según la Media Luna Roja Palestina, y 400 detenidos.

El incidente se ha convertido pronto en la chispa que ha dado vida a un nuevo incendio de proporciones descontroladas. Pues, una vez corrió la noticia, la incursión en el sagrado lugar musulmán fue visto como un grave insulto (este es un espacio de más de 144.000 metros cuadrados con escuelas teológicas, bibliotecas y fuentes, que se considera extraterritorial, ajeno a la autoridad israelí). Desde Gaza fueron lanzados los primeros cohetes hacia territorio israelí, lo que provocó la reacción del Ejército hebreo. El estado de alarma ha traído consigo que la opinión pública israelí no hable de la reforma judicial, sino de los cohetes procedentes tanto de la Franja de Gaza como del Líbano y Siria (lo que ha provocado el bombardeo de algunas áreas).

A Netanyahu la jugada le ha salido muy bien. Ahora se habla de otra cosa, pero a costa de que nadie sabe a qué precio. Los ultraderechistas están encantados. Es en este clima de miedo y tensión donde prosperan y donde logran sacar un mayor rédito político. No tienen ninguna duda, su plan maestro de ir laminando a los palestinos hasta su total destrucción como entidad prosigue como si nada hubiese cambiado. Si hubo algún momento de paz, de lograr que se diesen las condiciones necesarias para un entendimiento, esto quedó enterrado en 1948, en la primera guerra, en la Nakba, como la denominan los palestinos, la gran catástrofe. Miles y miles de familias fueron expulsadas, sin razón, de sus hogares y sin derecho a retorno. Aguardan pacientes, apátridas, en los campos de refugiados de Líbano, Jordania o Siria, como exiliados, aunque de eso hace mucho tiempo. Entonces, nadie hizo nada, dando pie a permitir la configuración del Israel que hoy conocemos, sin que mediase la legislación internacional. Ahora, parece muy tarde que se pueda cambiar tal injusticia cometida contra tantos millones de palestinos. El mismo jefe de gobierno, que en 2011 prohibió el uso público del término Nakba, por considerarlo injurioso (aunque no son los judíos quienes lo padecen), es quien vuelve a ocupar la jefatura del Estado hebreo. Así que poco se puede esperar que esta política del enfrentamiento se detenga o se vuelva sensata. En todo caso, empecinados, unos 350 musulmanes volvieron el pasado sábado 8 de abril a la mezquita de Al Aqsa, encerrándose en ella. La policía, esta vez, se ha mantenido a distancia. Pero el incidente no ha pasado desapercibido a nivel internacional, provocando críticas y fuertes reproches por la intervención israelí en un lugar tan delicado, que se haya, para más inri, bajo administración jordana, trayendo consigo fuertes protestas de Amman.

Para los palestinos la Explanada se ha convertido en el último símbolo de la resistencia contra los israelíes. Los judíos sólo tienen derecho a rezar en el Muro de las Lamentaciones, pero el resto del conjunto, es para el rezo musulmán. Tristemente, como hay fanáticos en todas partes, también entre las filas judías, existe un movimiento minoritario (aunque en expansión) llamado Tercer Templo, que considera que hay que destruir las mezquitas de la Explanada y erigir en ella el tercer templo judío. Sin ir más lejos, el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben-Gvir, es integrante de éste. Así que se dedican a provocar toda suerte de incidentes, incluidos diversos serios intentos de llevar a cabo sacrificios bíblicos en el sagrado templo musulmán (los judíos pueden entrar y rezar discretamente en él, pero nada más). No hay que olvidar que, en 2000, la inoportuna visita del entonces jefe de la oposición (y más tarde primer ministro), Ariel Sharon, provocó la Segunda Intifada. Desde luego, el problema palestino viene intrínsecamente vinculado a un tema religioso, pero también de derechos humanos, que los israelíes violan constantemente a placer y cuando quieren. De ahí que la comunidad internacional debería dejar de mirar hacia otro lado y condenar de forma taxativa a Tel Aviv, como ya lo ha hecho con Moscú.

Doctor en Historia Contemporánea