HAY periodos en la historia del capitalismo en los que la creatividad de los economistas sirvió para definir políticas que impulsaron el desarrollo de las capacidades productivas hacia nuevas etapas de desarrollo económico y social. Y otros, en los que la incapacidad de imaginar un mundo diferente hace que las teorías económicas, condenadas a repetir a viejas fórmulas, sea vuelven incapaces de remediar los nuevos males que surgen periódicamente en el funcionamiento del sistema.

El retorno del tío del mazo

Así, en el periodo que va de la Revolución francesa a la conquista de la India hasta el Punjab en 1820 por Gran Bretaña, los cimientos de la economía política elaborada por Adam Smith o David Ricardo iluminaron el interés de las naciones por el desarrollo industrial y el comercio internacional.

Pero el siguiente medio siglo, con el florecimiento de los que Marx denominaba filisteos y economistas vulgares, el principal desarrollo fue el de los nuevos imperios capitalistas, con sus secuelas de miseria y pobreza en África y Asia, que en el caso de la India se extendió hasta la conquista de todo el subcontinente en 1857, siguió con el sometimiento de China y en África siguió profundizando el dominio total del continente por las potencias imperiales europeas.

La siguiente generación de economistas la que nace con la gran crisis de 1873, se contentó con promover la ruptura con el clasicismo vulgar, con la denominada revolución marginalista, la cual adoraba al sistema basado en el trabajo asalariado como el mejor de los mundos posibles, y al libre mercado como el taumaturgo capaz de conducir al mundo (o más precisamente, a los países imperialistas que dominaban el mundo, de los que procedían estos economistas) a cotas de bienestar y crecimiento jamás soñadas en la historia de la humanidad. A lo que condujeron sus recetas empero fue a la primera guerra mundial y a la Gran Depresión.

A continuación, sigue otro medio siglo desde los años veinte a los setenta, en los que la creatividad volvió a expresarse en las nuevas teorías keynesianas, que enfatizaban la importancia de la intervención pública en el funcionamiento de un mercado libre cuya máscara de perfección había caído trágicamente en los inicios del nuevo siglo XX. Todavía hizo falta una segunda guerra mundial para que las políticas impulsadas por los nuevos economistas se concretaran en el periodo denominado del estado de bienestar, época dorada del capitalismo y también, periodo de la descolonización masiva de África y Asia.

La crisis de los años setenta, mal llamada crisis del petróleo (1973), pero que se había empezado a manifestar como crisis monetaria desde dos años antes, volvió a sumir a los economistas en un estado letárgico de postración epistemológica similar al de la segunda mitad del siglo XIX. Y todavía estamos en un periodo, que algunos denominan del neoliberalismo, pero que sería más adecuado denominar del neomarginalismo, donde cualquier duda ante los dogmas recibidos se percibe como una amenaza al edificio completo de la teoría económica.

Las consecuencias aciagas de este periodo ultraconservador de estancamiento teórico las podemos advertir por todas partes. La Gran Recesión de 2009, cuando algunos albergaban la esperanza de poder diseñar un nuevo orden económico capaz por lo menos de refundar el capitalismo sobre bases más sólidas, quedó en agua de borrajas: apenas unas tímidas decisiones de reforzar la supervisión de los grandes bancos perpetradores del desaguisado, y hacer cargar al estado con la limpieza de los restos del desastre, a costa de un endeudamiento no conocido en los últimos doscientos años, y eso sí, con la prohibición total de iniciar cualquier reforma de calado en el funcionamiento del sistema, en particular las que pudieran afectar a la perpetuación del mito del libre mercado y al poder económico y político de los oligopolios y la oligarquía que los gobiernan.

Lo vimos durante la crisis de la pandemia, cuando esos mismos oligopolios tomaron en sus manos el encontrar una solución al problema: el coste en vidas humanas, que se contabiliza por millones, ha quedado como una anotación al margen de la contabilidad de la historia, y el ridículo político de las élites gobernantes, robándose las vacunas y material quirúrgico, se ha escondido tras un velo de silencio y ausencia de rendición de cuentas.

Y lo volvemos a ver con la guerra económica que ha iniciado Occidente contra Rusia y sus aliados. La soberbia del ignorante, que están manifestando tanto los políticos como sus asesores económicos, incapaces de prever las consecuencias de sus propias decisiones, han sumido a Occidente en una situación económica que amenaza con nubarrones más sombríos que los que se percibieron en la primera mitad de los setenta.

Y claro, no podían faltar los bancos centrales, sumándose a la procesión de los falsos curanderos de la economía.

El BCE por ejemplo promete “incrementar los tipos de interés en las próximas reuniones para moderar la demanda y proteger frente al riesgo de un aumento persistente de las perspectivas de inflación”. Sin ningún sonrojo, admiten inmediatamente que la medida no evitará que la inflación siga siendo persistente durante varios años: “De cara al futuro, los expertos del BCE han revisado significativamente al alza sus proyecciones de inflación y ahora se espera que se sitúe, en promedio, en el 8,1 % en 2022, el 5,5 % en 2023 y el 2,3 % en 2024.”

La cuestión es aún más sangrante porque los representantes institucionales de los banqueros –que no de los pueblos o sus representantes, eso “la ley” no lo permite– llegan hasta afirmar en contenido de la inflación: “La fuerte subida de los precios de la energía y de los alimentos, las presiones de demanda en algunos sectores debido a la reapertura de la economía, y los cuellos de botella en la oferta continúan impulsando la inflación”. Aunque poco o nada dicen de las causas: el embargo económico al principal suministrador de materias primas energéticas a Europa, el dejar en manos del mercado la regulación de los flujos de producción y circulación de mercancías en el periodo de la pandemia y pospandemia…

Si la causa de la inflación es el embargo energético (que no “la guerra de Putin”, como suelen repetir los indocumentados) ¿cómo se puede pretender que subir las tasas de interés reduzca la presión sobre los mercados de la energía? Si la salida de la situación de pandemia ha dejado un estrangulamiento en algunas ramas de producción y circulación de mercancías (chips, contenedores…) ¿va a ayudar a resolver el problema la subida de tipos?

Quizá la apelación a “las presiones de demanda” ayude a entender la medida. No se trata, que también, de que sea una afirmación de Perogrullo: si se reduce la oferta, la demanda, aunque no aumente, siempre se manifestará en exceso. Lo importante aquí es en quienes se fijan los representantes de los banqueros para que carguen con los costes del nuevo desbarajuste: los demandantes finales de mercancías, esto es, principalmente los ciudadanos que viven y consumen los salarios que cobran por su trabajo.

Nada nuevo bajo el sol: al mito de que regulando la cantidad de dinero (indirectamente a través de los tipos de interés; al subirlos se supone, con más confianza que certitud, que los precios bajan) se puede contener la inflación, creencia heredada de la revolución marginalista, se suma la política tradicional del capital y sus economistas para cuadrar las cuentas: palo al obrero hasta que se rinda por consunción.

Con estos mimbres, no es necesario ser un sagaz economista tradicionalista como los que abundan en Bruselas o en Frankfurt para entender que la recesión que viene está engordado gracias a estas políticas insolventes, aunque al final, como siempre, la historia se contará borrando las responsabilidades personales por las acciones insensatas que dieron lugar al nuevo batacazo que se percibe en lontananza.

* Profesor titular de Economía Política en UPV/EHU