OS tambores de guerra llaman a la puerta de Europa en el peor momento posible. La situación en las regiones separatistas ucranianas de Lugansk y Donetsk, de mayoría rusa, han hecho saltar todas las alarmas. Rusia ha movilizado a un nutrido contingente de tropas en su frontera y el temor a una invasión preocupa y mucho a Europa y Estados Unidos. Los recelos sobre las intenciones del Kremlin a este respecto son más que evidentes. ¿Qué excusa implementará Putin para lanzar una operación de salvación a sus amigos del otro lado de la frontera? ¿Es suficiente con que los separatistas sean de origen ruso para considerarlos como parte de Rusia y provocar otro baño de sangre? Más preocupante aún, ¿seguirá Putin la misma dialéctica que practicó Hitler en Europa, en los años 30, cuando exigió reincorporar todos los territorios de minoría alemana al Tercer Reich? Son otros tiempos, desde luego. Putin no es Hitler, pero eso no evita pensar que sus intereses se contraponen con los de Ucrania, quien mira más a Europa que a Rusia, un giro en su política que no ha sido aceptado por el Kremlin.

Tras la artera maniobra que le permitió anexionarse de forma ilegal Crimea, Putin ha vuelto a conjurar una línea imaginaria en la que aquellos territorios que configuraron el viejo orden imperial no pueden actuar sin la aquiescencia de Moscú. De hacerlo, de traicionar ese legado, como su deseo de incorporarse a la OTAN, por ejemplo, sufrirían un severo castigo. Ya lo vivió en su momento Georgia, con Osetia, y lo ha hecho Ucrania. Y aunque las políticas internas ucranianas, nada hábiles, favorecieron, en buena medida, la estrategia rusa de defender a sus hermanos, eso no significa que Moscú pueda actuar saltándose a la torera la legislación internacional. Ha ejercido de país agresor sin respetar los acuerdos ni la legalidad, por lo tanto, la reacción debe ser firme y contundente para frenar nuevos desatinos. Pero, ¿hasta dónde se puede presionar a una potencia nuclear y militar como Rusia? Ahí está el enorme dilema.

Las sanciones económicas es lo que le puede generar más daño, pero, aun así, está claro que Putin calculará todos los riesgos y qué efectos negativos se puede permitir. No hay que olvidar que el gas ruso es crucial para las economías de los países integrantes de la Unión Europea. Sin embargo, el despliegue militar no ha pasado desapercibido para Washington. No se puede aceptar el matonismo de Rusia a riesgo de que puedan convertirse estas actuaciones en un grave peligro para la paz y la seguridad internacionales. Así que Biden ha llamado a su homólogo ruso para conocer de primera mano qué está ocurriendo. Por su parte, el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ha expresado, para insuflar confianza a su país, su convencimiento de que sus tropas están preparadas para una intervención del otro lado de la frontera. Cualquier choque militar sería terrible, por no decir espantoso. No se trata de un juego, sino de una guerra que se tornará cruel y despiadada. Aun con todo, Zelenski ha propuesto a Putin entablar conversaciones sobre la región y la respuesta ha sido negativa. El presidente ucraniano considera que es un tema interno en el que Rusia no debe intervenir, aunque la realidad es muy diferente.

El apoyo del Kremlin a los separatistas es total y absoluto, y no en términos morales ni políticos, sino militares. Como el consabido envío de armamento y unidades especiales a los que se les retiraba la identificación para aparentar que no eran tropas rusas. Por ello, Kiev ha urgido a que le den el visto bueno para incorporarse a la OTAN. De hacerlo, por supuesto, el suelo ucraniano sería inviolable para Moscú. Pero todavía Ucrania está muy lejos de cumplir con las exigencias de formar parte de la alianza y para Putin sería inaceptable. De hecho, ha ordenado maniobras militares en el Mar Negro. Es una advertencia.

Este es un espacio geográfico importante, ya que Rusia lo comparte con Turquía, Rumanía y Bulgaria, y los tres forman parte de la OTAN. Nadie sabe hacia dónde puede dirigirse todo esto. Una mezcla de rancios intereses nacionalistas y prepotencia han convertido un territorio olvidado por la historia en el epicentro de un posible conflicto continental, que los líderes deberían evitar a toda costa, en vez de sacar a sus carros de combate a pasear para demostrar su fortaleza, sino que solo puede traer consigo penuria y dolor a mansalva.

El anterior conflicto costó la friolera de 14.000 muertos, amén de miles de desplazados y situaciones desesperadas. La guerra nunca ha sido la solución a la convivencia, ni es la respuesta a nada. Moscú prosigue con una política internacional en la que, ajena a la terrible dinámica que genera, persigue no sentirse como una potencia de segunda categoría y Putin lleva, desde hace dos largas décadas, trabajando en esa dirección. Por un lado, se presenta como un líder serio, responsable y carismático, por otro, no deja de encarnar esa fría mentalidad imperialista eslava, en donde es más relevante el prestigio que las personas. Si en vez de malgastar las energías del país en conflictos que no les reportan nada (como la intervención en la guerra de Siria y en el Donbás) bien podría dedicarse a mejorar la calidad de vida de su población. De las efímeras glorias idealizadas del pasado las personas no viven, no llegan a fin de mes ni tampoco pueden poner un plato de comida en la mesa. Todo apunta a que el líder ruso ha calculado mal. No esperaba una reacción de EE.UU., pues el viejo Biden no le daba tanto respeto como Trump, más de su cuerda y dispuesto a las decisiones intempestivas. Pero el gesto del frágil abuelo y presidente de EE.UU. le ha jugado una mala pasada porque Rusia no está solo ocupándose de un territorio minúsculo del que casi nadie sabe su situación exacta, sino de la estabilidad de centro Europa. Puede que Washington no sepa mucho de geografía, pero sí de alianzas. Lamentablemente, es imposible predecir los acontecimientos, pero hacer de la guerra un instrumento de la política siempre ha sido la táctica de los totalitarismos no de las democracias... * Doctor en Historia Contemporánea