IEMPRE me gustó el aroma de la madera encerada. Era dulce y penetrante. Fue el olor de la casa donde nací y el perfume de mi infancia.

Por ello, me sentía en mi hogar en los salones de la Sociedad Bilbaína, con sus paredes recubiertas de roble y sus suelos con gruesas alfombras. Llenos de objetos suntuosos y obras de arte, invitaban a explorarlos y a perderse entre el silencio y penumbra de recónditas estancias. Un mundo mágico para un niño de ocho años desbordante de imaginación.

Ninguna alegría era mayor que saber que teníamos allí una nueva celebración en sus salones. Una oportunidad para desaparecer discretamente entre el tumulto familiar y vagar por aquel palacio encantado.

El edificio fue construido antes de la Gran Guerra, con la largueza de medios y espacios propia de la Belle Époque y de la riquísima burguesía bilbaína en su momento de mayor gloria. Un tiempo claramente ya pasado.

Entre todas las maravillas de la Sociedad, la que más me impresionaba era la gran biblioteca. Sus bellas salas de lectura de estilo inglés, con estanterías llenas de libros, su piso alto con balconadas, su 'Sección Vascongada', sus plantas subterráneas con la hemeroteca, todo me atraía.

Pero lo que más alimentaba mi imaginación era la famosa cámara acorazada de paredes reforzadas, que se decía oculta en algún lugar del sótano y que de niño nunca conseguí ver... ¿Qué misterios se ocultarían allí?

Con inocencia infantil, juré descubrirlos cuando fuera mayor. Pero el principal secreto de la Biblioteca me fue revelado no mucho después por un familiar, aunque solo al crecer he comprendido su bien significado.

Mi tío era una persona de carácter, con una formación fuera de lo común para su tiempo y con una opinión muy cáustica sobre el Bilbao gris de mi infancia. La guerra le había pillado joven, cuando el impulso idealista aún le conmovía y le llevó a arriesgarlo todo por sus ideas.

Aquellos tres años de lucha fratricida y la inmediata posguerra le habían convencido del triunfo inevitable en este mundo de la mediocridad y el oportunismo sobre el sacrificio y los ideales. Dejó de creer en ideología alguna y no le gustaba contar lo vivido en aquellos tiempos.

Pero aquel día, sentado cerca de él en una comida, como le vi más locuaz que de costumbre le conté mis impresiones infantiles sobre los misterios de la biblioteca.

-Tío, le dije, ¿sabes que en la biblioteca hay treinta mil libros y una cámara secreta acorazada para proteger los más valiosos?

-Si, pero en realidad los libros se salvaron, cuando estuvieron en peligro, por otra razón, no por las paredes acorazadas.

Puse cara de extrañeza, así que continuó hablando:

-La mejor protección de los libros es que los bárbaros se olviden de ellos. Algo fácil hoy, cuando los libros abundan, pero casi nadie lee y los tomos se usan para decorar salones -añadió con ironía.

Seguí insistiendo sobre la seguridad de los libros, que era lo que me interesaba:

-Pero durante la guerra, alguien los podía haber robado o quemado, ¿no? Por eso es bueno tener la cámara de seguridad, ¿verdad?

Mi tío me miró y comenzó a contarme una historia, que nunca he olvidado.

-Los libros se salvaron solo por lo que hicieron algunas personas concretas para protegerlos, corriendo un gran riesgo por ello.

Me habló del Bilbao de 1936. Apenas a las dos semanas de empezada la guerra, comenzaron a producirse saqueos en las cocinas y la bodega de la Sociedad. Cada vez eran mayores las coacciones de los grupos revolucionarios incontrolados que se enseñorearon de Bilbao.

La Directiva intentó prevenir posibles daños y ordenó almacenar los mejores muebles y obras de arte en lugar seguro, los primeros en los comedores y los elementos artísticos en la biblioteca, dejándolos cerrados con llave. Sin embargo, al poco, el edificio fue requisado para ubicar en el mismo el Gobierno Civil y los muebles empezaron a ser sacados por los incontrolados por las bravas de su depósito, sufriendo daños.

Tras el bombardeo del 25 de septiembre, el Gobierno Civil abandonó el edificio por considerarlo posible objetivo militar, y anunció la cesión de la primera planta, precisamente donde estaba la entrada de la biblioteca, al sindicato anarquista, la CNT, lo que suponía una amenaza directa para el patrimonio allí contenido, por ser propio de la "cultura burguesa".

El mismo día en que se iba a autorizar la cesión a los anarquistas, un socio que era arquitecto, Tomás Bilbao, usando como excusa el riesgo de incendio en caso de bombardeo debido al papel de los miles de libros almacenados, tuvo la astucia de conseguir un permiso de las autoridades para tapiar esa noche las puertas y ventanas que daban acceso a la biblioteca.

Esa madrugada, Tomás Bilbao y unos pocos socios y trabajadores que estaban en el secreto cegaron las entradas y dejaron aislados los treinta mil volúmenes, aprovechando para dejar también a salvo junto a ellos las obras de arte de mayor relevancia.

Al terminar la albañilería, los miembros del grupo pintaron la pared y la decoraron del lado de los salones con tal naturalidad que parecía que allí nunca había habido una entrada, ni una puerta, ni que una enorme Biblioteca se estaba preservada detrás de la pared.

Desde aquel día, ni primero la CNT, que ocupó la planta un cierto tiempo, ni luego los funcionarios de Gobernación del Gobierno de Euzkadi, que tomaron posesión del edificio más tarde, ni al final los falangistas que lo requisaron en junio de 1937 y estuvieron allí hasta noviembre imaginaron lo que se escondía cerca de ellos. La biblioteca fue olvidada durante catorce meses. Aparentemente, había desaparecido. Eso la salvó, mientras que otras bibliotecas bilbaínas y vizcaínas perecieron por la guerra, muchas saqueadas y dispersadas, y hoy no existen, pero aquella se salvó por el amor a la cultura y a los libros de personas concretas.

Tristemente, quien con su iniciativa salvó la biblioteca murió luego en el exilio, lejos de su querido Bilbao, sin que recibiera una mínima muestra de agradecimiento público. Mi tío término su historia con una reflexión: aquellas personas hoy olvidadas salvaron lo más importante, que no son no tanto los libros en sí mismos, ni las obras de arte, como lo que representan: nuestra memoria. Algún día te darás cuenta.

Luego se sumió en sus pensamientos y yo no insistí más. Aquella historia debía meditarla.

Han pasado los años. Con el mismo espíritu que cuando era niño, pero ya como socio, las tardes en que he podido escaparme estos años de mis obligaciones, me he sumergido en la exploración de la biblioteca. Sigo encandilado por el aroma de la madera encerada, el perfume del papel antiguo y el crujir indefinible de las hojas centenarias.

Pero lo más importante es que por fin he comprendido el secreto de la historia. Dice el Talmud que "Quien salva una vida salva el universo entero". Ahora sé que también quien salva una biblioteca salva a toda la humanidad pues preserva nuestra memoria.

* Apoderado en las Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019