E empezado a leer el libro de Manuel Vilas Los besos, y me he quedado parado en el capítulo o apartado 5, en la página 14. Este, como los cuatro anteriores, trata del famoso virus del covid que nos tiene tan preocupados, que perturba nuestras vidas y nos mata, de ese animalito deforme o informe que ni siquiera tiene forma de animal, que ha matado a familiares, a vecinos, a personas conocidas que, de la noche a la mañana, han desaparecido de nuestro paisaje urbano dejando huecos en la calle y en nuestra memoria. No sé por qué razón se titula Los besos, y no me voy a preocupar en descubrirlo porque desde que surgieron los primeros síntomas, es decir los casos en los que nuestros rostros empezaban a mostrar las huellas del mal, a todos nos inocularon un miedo que entristeció nuestros semblantes porque ni las divinidades, siempre escasamente resolutivas, ni los científicos siempre cobardes e indefensos, nos dotaron de ánimos suficientes.

En aquellos momentos el peligro se instaló en nuestras miradas y el miedo impidió que nos acercásemos en exceso entre nosotros, que nos tocásemos, que nos abrazásemos o nos besásemos... ¿Qué es un hombre o una mujer miedosos? ¿Qué es alguien que vive con la prohibición de rozar la piel ajena, que se siente amenazado por la presencia cercana del otro, que mira los ojos del que igualmente le mira a él y solo ve riesgo, misterio, peligro y malignidad? Tal me ha ocurrido a mí, que no soy nada miedoso ni aprensivo, pero siempre he pensado durante este año larguísimo del covid que debía poner todas las precauciones posibles para que los demás siguieran considerándome su amigo, y que cuando volvieran los días de bonanza podría volver a abrazar, a besar y a sentir el placer de la proximidad con los otros. Cuando he abierto el libro de Manuel Vilas, renglón a renglón, he ido descubriendo que el malvado virus se ha convertido en un amable compañero, hasta ahora muy respetuoso conmigo, y desde ahora un amable acompañante desde los diarios de noticias, capaz de hacerme pensar que no soy realmente dueño de mí sino alguien que vivo supeditado a los avatares del destino.

Vuelvo al libro de Manuel Vilas. En solo media docena de páginas el autor ha expresado el estado de su ánimo, atribulado como el mío, atemorizado como el mío, amenazado como el mío... Y quizás también triste porque "la radio eran noticias sobre el virus, y gente opinando, y médicos, y políticos, y periodistas, lanzando interpretaciones, generando ruido". Como afirma Vilas, "la naturaleza se levantaba en armas contra los seres humanos, nos mandaba un virus, una especie de esperma de Satanás". En mi ya larga vida -aunque para mí cualquier largura de vida me parece insuficiente-, la única sensación que me ha atemorizado e inquietado ha sido la del miedo: el miedo a dejar de ser, a dejar de existir, porque mi anhelo siempre ha sido la eternidad, aunque bien sé que se trata de una propiedad inherente a las divinidades. Sin embargo, en esta ocasión, los dioses se han mostrado impotentes y remisos, su poder no ha ido más allá de los esfuerzos y devaneos de los científicos que apenas han vislumbrado algún que otro animalejo a través del tubo o conducto de los microscopios. Como afirma Vilas, "grandes avances científicos y tecnológicos y astronómicos y médicos en una configuración moral de hace tres milenios, completamente atascada, porque el virus era diminuto y solo lo ven los microscopios".

El covid es un ser (¿un ser?) todopoderoso que ha irrumpido en nuestras vidas para amenazarnos, pero sobre todo para humillarnos: "hasta ahora nos humillaban el fracaso social, el fracaso sentimental, la pobreza, la fealdad, la indigencia laboral, la tristeza o la muerte; ahora nos humilla un ser invisible" (Vilas dixit). Así ha sido y así sigue siendo aún. Todos hemos vivido sintiéndonos víctimas, amedrentados por la cierta posibilidad de que el virus se instalase en nuestras entrañas, no en un lugar concreto sino en todos a la vez, y nos llevara de viaje a ese sitio sin nombre que cada cual llama a su manera. Ahora que la ciencia y los científicos muestran orgullosos su poderío es bueno hacer balance, apenas un mero recuento que nos demuestre que en nuestras vidas no pasamos de ser meros supervivientes hasta que nos convertimos en víctimas, aunque todo lo hagamos como si fuéramos triunfadores. Pero no, el "coronavirus" se ha convertido en algo sobrenatural: "Como a Jesucristo, al coronavirus solo lo vieron los elegidos... Había que creer en unos hombres y mujeres especiales... Hace dos mil años se llamaban apóstoles... Ahora se llaman científicos... La comedia humana es frenética e interminable... ¿Qué demonios hacemos sobre la Tierra?" Así expresa Manuel Vilas el paso del Hombre por la vida, sufriente y sometido a tantos riesgos para los que no hay ninguna solución sencilla. Ahora que hemos sido vacunados y el riesgo es inferior, conviene hacer balance, contar el número de los muertos y también el de los supervivientes, entre otras cosas para sentirnos más fuertes, porque somos muchísimos más los supervivientes que los muertos, y ello nos hace sobresalientes y valiosos.

Cuando nos vamos despojando de los miedos y de los remilgos, es bueno hacer balance y mostrar nuestras debilidades como si fueran condiciones tan nuestras como nuestras fortalezas. De todo este periplo de tiempo en que la pandemia ha estado con nosotros, quizás lo más evidente ha sido el temor, el miedo sentido o atisbado ante un desenlace fatídico. Más de un año ha durado ya nuestro sufrimiento, e incluso seguimos atenazados por el riesgo de que todo se reproduzca, de que las cifras de contagiados sigan subiendo o, como mal menor, se mantengan. "La comedia humana es frenética e interminable", escribe Vilas. Sí, así es, pero lo más grave es que hay momentos en que no se trata de una comedia. En esta ocasión no ha sido tal, porque está siendo más bien una tragedia. Y me permito augurar que ya va dejando de serlo, al menos en la misma medida de peligrosidad. Debo sembrar esperanzas porque ya empiezo a estar esperanzado yo mismo. El fin está más cerca. Vamos derrotando al malvado virus que se resiste como un tétrico enemigo. Continuando con el libro, creo que no va a ocurrir lo que Vilas anuncia: "Podríamos desaparecer como especie y no habría registro de nuestra presencia en ningún sitio, el universo continuaría su marcha vacía hacia ninguna parte, quizá hacia la oscuridad y desapareceríamos sin haber sido capaces de explicar por qué aparecimos una vez y qué significado tuvo la vida. Pero eso le falta a cualquier ser humano: se va de este mundo sin saber por qué vino a él, sin saber qué es la vida, qué fue su vida". De este modo tan condescendiente Manuel Vilas nos deja abiertas las puertas de ese futuro que siempre es la vida. Muchísimos miles nos han abandonado, se han ido en silencio solamente acompañados por el virus, han llenado de esquelas las páginas de los periódicos y han colmado nuestras mentes de recuerdos, y también de miedos.

Llegan tiempos ahora en que podremos calmar nuestros temores, abrir las páginas de los diarios y leer las crónicas con algún tipo de esperanza. Ahora son más soportables los riesgos. Son bastantes menos los muertos. Ciertamente las calles acogen ahora mismo a bastantes a los que la pandemia acobardó, a los que les ha enmudecido, a los que les ha diezmado los ánimos. Y ahora se trata de recuperar la voz, el ánimo, la fuerza del grito que siempre nos queda a los supervivientes. Ahora, vuelvo a abrir el libro (Los besos) que Manuel Vilas ha puesto en mis manos para alentar mi futuro. Lo hago -del mismo modo que he escrito este artículo- con el ánimo puesto en la vida que el malvado covid aún no ha sido capaz de robarme... Ni de robarnos...