ESDE que en 2007 se iniciara la Gran Recesión, oficialmente finalizada allá por 2014, la productividad por trabajador de Estados Unidos apenas ha aumentado a un ritmo del 1 por ciento al año. Por el contrario, durante los tres lustros anteriores, la productividad crecía más del doble, un 2,3 por ciento al año. El alcance del frenazo de la productividad se puede calibrar mejor sabiendo que para 2018, el ciclo de crecimiento pos 2007 se sitúa por debajo del logrado en los años 30, tras la Gran Depresión de 1929.

El ritmo de la productividad (el volumen de producción por hora de trabajo) es más importante que el del crecimiento del valor añadido o PIB, pues la productividad es la que determina los cambios estructurales que permiten aumentar el ritmo de creación de riqueza, aumentar salarios sin reducir beneficios o viceversa, o reducir la jornada de trabajo sin reducir el consumo medio de la población.

Preocupados con este asunto, la oficina de estadísticas laborales estadounidense publicaba hace poco un informe intentando desvelar las causas que produjeron ese largo ciclo de crecimiento de la productividad, y ese otro igualmente largo de estancamiento de la misma (The US productivity slowdown: an economy-wide and industry-level analysis). En materia de productividad hay una dificultad objetiva, pues la productividad mide el aumento en la producción de bienes y servicios por hora de trabajo, pero ante la ausencia de una unidad física para agregar la ingente variedad de objetos y servicios que se producen en las economías modernas, se utilizan los precios de todos ellos como forma de medirlos. Es evidente que no es lo mismo el precio de todo lo que se produce en una hora que su cantidad física. Y además, como los precios tienden a reducirse a medida que aumenta la fuerza productiva del trabajo, en las industrias sujetas a mayor cambio tecnológico el volumen de la producción horaria puede estar aumentando pero su precio reduciéndose. Un problema que está detrás de gran parte de la discusión académica sobre la productividad, pero que sin embargo no lleva a cuestionar el principio o pacto de caballeros: la productividad del trabajo es el output por hora de trabajo, y eso no se cuestiona.

Lo más relevante del informe es la claridad con la que reconoce que en este asunto tan vital para el funcionamiento de la economía, los expertos no tienen ni repajolera idea. ¿Qué es lo que provocó a finales del siglo XX y principios del XXI uno de los ciclos más largos de crecimiento y aumento de la productividad? Pues no se sabe, pero se sospecha que las importantes innovaciones y cambios técnicos asociados a la economía digital. ¿Y por qué en los siguientes lustros la innovación y el cambio técnico no se han traducido en significativos incrementos de productividad? Pues tampoco se sabe muy bien; la misma sorpresa (es decir, desconocimiento) con el que los economistas observaron el largo ciclo de expansión de los noventa, se expresa con el largo ciclo de estancamiento posterior.

Aquí se aplica la táctica del despiste: cuando no se sabe qué causa algo, se suele atribuir a la más amplia y diversa panoplia de factores y decir a continuación que "es algo muy complejo". En este caso, se mencionan una más lenta reorganización del proceso de trabajo, el mayor poder relativo de las grandes empresas y la consiguiente reducción de la competencia, las políticas regulatorias (¡no podía faltar el exceso de estado!), la creciente desigualdad económica, el lastre de la crisis financiera que seguiría actuando en la recuperación, un menor impacto de las innovaciones en el crecimiento... o una cierta combinación de ellos, o ninguna de las causas identificadas como posibles, que en realidad no responden a ninguna teoría consistente, sino a una moda existente entre los economistas académicos, dedicados a comparar estadísticas de diversas variables y ver si se mueven en el mismo sentido o en sentido inverso que la variable objetivo y con qué grado de correlación. El informe menciona como quien no quiere la cosa que los márgenes medios sobre costes se han triplicado desde los años 80 (del 21% en 1980 al 61% en 2016), y que la tasa de beneficios se ha multiplicado por 8 en el mismo periodo. Pero salvo la cita correspondiente, este asunto no se vuelve a mencionar en todo el informe como una causa potencial de la anemia de la productividad.

La posibilidad de que cada uno de los factores reseñados sea responsable del estancamiento de la productividad ha sido demostrada con el mismo rigor teórico que si se hubieran añadido a la lista de responsables del crecimiento o de estancamiento de la productividad, por ejemplo, el cambio climático, el envejecimiento de la población, el predominio del partido republicano o del demócrata, el número de guerras simultáneas en las que participa el país, el aumento del turismo cultural frente al turismo de playa, tasa de sustitución de restaurantes de comida rápida tradicional por pizzerías y chop shuei, o el declive de la televisión y el auge de las plataformas de vídeos y series.

Ante un caso tan evidente de ausencia de evidencia científica seria, parece que se podrían cuestionar las técnicas que utilizan los economistas, o intentar reflexionar si tanta obsesión por el tratamiento estadístico y econométrico de datos y tan poca teoría han podido degradar la capacidad heurística de la ciencia económica. Pero no, la conclusión es otra, hay que persistir en el intento: el informe concluye que "la respuesta no la sabemos por el momento y solo el tiempo -y datos adicionales en nuestras series temporales- nos la dirá". Fiarlo todo a la historia y a datos no disponibles es un buen ejemplo de cómo escurren el bulto los economistas de esta época y de todas.

Pero por muy alarmante que sea este asunto, en Europa parece que ni siquiera nos hemos dado por enterados. Las principales economías de la UE llevan en estancamiento productivo no desde la Gran Recesión, sino desde hace casi treinta años. Uno de los casos más extremos es Italia, que en los quince años previos a los últimos, crecía solo al 0,9 por ciento, y en los últimos tres lustros su productividad se ha reducido en el -0,4 por ciento anual. Pero en España, cuando se celebraba la gran fiesta del consumo y la barra libre de la burbuja inmobiliaria, la productividad solo crecía al 0,6 por ciento anual. Y en los últimos quince años estamos algo mejor, pero siempre mal, con una media del 0,7 por ciento. Entre 1992 y 2006 la productividad en el motor europeo, Alemania, creció al 1,3 al año, pero desde 2007 hasta hoy la productividad anual apenas ha aumentado al 0,3 por ciento -todo esto medido en productividad por trabajador, porque las subdesarrolladas estadísticas europeas no dan información sobre las horas de trabajo anuales en todos los países de la UE-.

No deja de ser sorprendente que mientras en el otro lado del Atlántico norte se preguntan qué ha pasado para que la prometida revolución de las TIC se haya agotado tan rápido, aquí seguimos apostando gran parte de los recursos del Plan de Recuperación a la "economía digital". Y visto que el motor europeo está gripado, en lugar de ver qué es lo que ha pasado, se promueve la renovación de la misma especialización germana, apostando el resto del paquete al vehículo eléctrico. Pareciera que aquí creemos en serio que el cambio climático es el responsable del estancamiento productivo. Todo con tal de no reconocer que es en el largo ciclo de ajuste fiscal y salarial y de cambio tecnológico orientado a la precarización laboral -con el consiguiente desplazamiento de la acumulación de riqueza (bienes) y renta (dinero) hacia el capital y las clases rentistas- es donde hay que empezar a buscar las causas del estancamiento secular del capitalismo avanzado. * Profesor de Economía Aplicada (UPV/EHU)