UCHO debate y bronca sobre las libertades. Que si hay -o no- límites a la libertad de expresión; que si son defensores de la libertad los que la ejercen para lograr sus intereses en contra de los demás; que si la democracia se está deteriorando -desinflando- por la crisis de las libertades. Empezamos con la primera. La libertad de expresión.

Un ejemplo muy reciente. La Fiscalía Provincial de Madrid ha archivado las diligencias de investigación abiertas a raíz del chat de WhatsApp en el que un grupo de militares hablaban de la posibilidad, entre otras cosas, de "fusilar a 26 millones de hijos de puta".

El chat hace referencia a los límites de ejercer la libertad de expresión. En esta línea, los fiscales entienden a que "sugerir" la liquidación de 26 de millones de ciudadanos no implica incitación a la violencia y, por tanto, debe ser respetado en este caso el ejercicio pleno de la libertad de expresión.

En general, en el régimen político español el ejercicio de la libertad de expresión se ha respetado en su dimensión política. Es verdad que existe una, además de lamentable, insostenible, excepción. La represión a la crítica, a la descalificación que se hace de monarcas y monarquías. Algo absolutamente insostenible. Lo constitutivo, lo definitorio del ejercicio de la libertad de expresión es que la misma no tiene ningún limite. Todo lo que ocurre en nuestro entorno, todo lo que hacen o dicen los demás -todos los demás- está sometido a la crítica y la descalificación.

El único límite que debe ser respetado es utilizar la libertad de expresión para imponer un daño, para ejercer la violencia respecto a los otros. En realidad, este rechazo no es tanto una cuestión de establecer límites a la libertad de expresión, sino condenar una actividad cuyo objetivo está dirigido a generar directa o indirectamente daño a otros. Y el objetivo de la libertad de expresión es manifestar públicamente una opinión sobre la conducta de unos. O sea, otro asunto.

Sin embargo, así como las penas establecidas para aquellos que rechazan con mayor o menor radicalidad a la monarquía y a sus poseedores, es cuestión a la que no merece la pena dedicar tiempo a criticar dada la absoluta, plena -y justa- presencia de esta crítica en el ejercicio de esta libertad de expresión, la cuestión de la relación entre libertad de expresión y violencia presenta un escenario que hay que analizar con más precisión.

Así, y recuperando el ejemplo anterior de los partidarios de liquidar a 26 millones de ciudadanos, hay que ver cuál es la relación que se da entre, por un lado, manifestar una opinión, creencia o propuesta y, por otro, la violencia relacionada con esa expresión. Como es sabido, la autoría en la violencia se puede ejercer como autor directo de la misma, como cómplice o coautor para que ésta pueda ejercerse y, a los efectos que nos interesa, como instigador. Para que exista esta autoría por instigación tiene que existir una relación eficaz, un llamamiento específico dedicado a una persona específica para cometer una violencia específica. Al mismo tiempo, la persona que recibe el mensaje debe tener una relación de reconocimiento, de legitimidad, de dependencia respecto al que emite el mensaje por lo que el mismo influirá operativamente en la decisión del actor violento. Asimismo, este tiene que ser alguien en condiciones de actuar, tiene que ser un sujeto al menos potencialmente violento. Esto es, debe existir un tipo de relación entre el autor que propone o demanda esa violencia y el potencial autor material del mismo que conduzca a un riesgo objetivo -real y extremo- de que se produzca esa violencia.

Lo que implica que en modo alguno encajan en esta relación declaraciones genéricas en favor de grupos violentos. Son actos retóricos que en modo alguno incluyen, determinan ni influyen en el ejercicio de ningún tipo de violencia. Por eso, se supone, que no se ha considerado delito esa exaltación a la liquidación masiva (¡26 millones!).

Sin embargo, determinadas manifestaciones -tuits, canciones, etc.- en las cuales aparece referencia a la violencia no son tratadas de la misma manera que los animadores de citada masacre colectiva. El caso más reciente es el de Pablo Hasél (uno más entre los múltiples penalizados por este tipo de expresiones), quien ha sido encarcelado, bajo la acusación y condena de enaltecimiento al terrorismo, por haber manifestado su apoyo a organizaciones como ETA y el Grapo. Pero es evidente que no existe relación operativa eficaz alguna entre lo que se manifiesta en esas canciones o tuits y la aparición de fenómenos violentos de cualquier tipo. Ninguna relación. Son manifestaciones banales, incapaces de generar ningún tipo de consecuencia violenta. Es más, en este caso se hace referencia a actores violentos que ya no existen. Con lo cual, no es que no exista una relación con pretensiones y posibilidades de resultados; es que no existe relación alguna porque no existe el sujeto que se supone debería ejercer esa violencia. Conviene señalar que éste ha sido el criterio que ha establecido el Tribunal Superior de Justicia Europeo frente a estos delitos de enaltecimiento del terrorismo al manifestar que no se puede condenar a alguien por proponer acciones violentas a personas o grupos que no existen.

Si comparamos el trato dado a los partidarios de matar a 26 millones de personas y a los que apoyan a unas desaparecidas organizaciones violentas, en ninguno de los dos casos hay incitación operativa -eficaz- a actuar violentamente. Por eso llama la atención el que uno no sea castigado y el otro sí. Parecería que, dado que el castigo por violencia no puede existir, la razón de castigar estaría basada en la descalificación del sujeto o los sujetos que la proponen. Por tanto, el castigo se basa en el desprecio político que les merece a los juzgadores e instituciones uno de los actores: el rapero.

Es un castigo que de hecho no se impone por romper los límites de la libertad de expresión sino simplemente porque las autoridades de turno consideran que sus autores, dadas sus malvadas opiniones, deben ser castigados. Y en el otro caso, quizás la Fiscalía en Madrid no les considere suficientemente malvados, sino solo cretinos (lo cual no merece castigo ) a los partidarios de la macroliquidación.

En síntesis, ningún contenido en el ejercicio de la libertad de expresión debe ser impedido y, como consecuencia, castigado, salvo que exista una relación clara, operativa, directa y eficaz entre la violencia que se propone y el sujeto que debe ejercerla.

Así, en el Estado español existen vulneraciones, limitaciones, castigos a la libertad de expresión que en modo alguno deberían existir. Ello implica una herida, una pérdida de régimen democrático en cuanto que el mismo está sostenido entre otras cosas en el ejercicio de la libertad de expresión. Si este se impide o se limita, quiebra, aunque sea en parte, la democracia. Por tanto, convendría dejar de hablar de la maravillosa y plena democracia que tenemos en este país y de una vez por todas anular la legislación que permite estos intolerables castigos.

* Catedrático emérito de Ciencias Políticas de la UVP/EHU