AN pasado las elecciones catalanas del día de los enamorados y su celebración y resultados nos sugieren una serie de reflexiones desde Euskadi. La primera, sobre su misma procedencia en estas fechas. Resulta difícilmente comprensible la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya de anular una desconvocatoria cabalmente justificada por las cifras sanitarias. Y más cuando contaba con el consenso casi total de los partidos catalanes (salvo el socialista), y con los precedentes de Galicia y Euskadi, estos incluso desde niveles de riesgo notoriamente inferiores. Solamente el interés electoral indisimulado del partido en el poder español, y la obsesiva oposición togada al Govern soberanista, explican la irresponsable llamada a las urnas en estas circunstancias. La gran abstención ha hecho el resto. Esperemos que aquel pronunciamiento judicial, como otro adoptado por estos lares, no traiga consecuencias en la salud pública. Alguna vez tocará hablar de la responsabilidad de sus señorías cuando se erigen en epidemiólogos sin cursillos y con barra libre.

Lo cierto es que los comicios catalanes han traído consigo una renovada y reforzada mayoría independentista, tozuda y reiterada, superando ya significativamente el 50% del total de los votos, ahora con Esquerra Republicana a la cabeza de esa mayoría, pero con JxCat pisándole los talones, aún con la reciente división del hasta ahora llamado espacio neoconvergente. Las expectativas socialistas, pese a vencer en votos con un crecimiento importante, o más bien las del unionismo en su conjunto, se han visto otra vez defraudadas. El problema para España sigue ahí, la terca realidad de lo que piensa y quiere una consolidada mayoría de ciudadanos catalanes. El independentismo sigue y sigue más fuerte. La vacuna tampoco es Illa.

No vamos en este momento a especular con la conformación de la Generalitat, aunque se augura que no cambiará de signo para desesperación de quienes apostaban por matar al perro para acabar con la rabia. No, la solución al reto no era tan fácil. Toca afrontar el problema territorial, y cumple dar salida a la voluntad de las naciones que integran este Estado. No hay otra. Es hora de reconocer la plurinacionalidad, y desde ya, el derecho de decisión de Catalunya, que incumbe y afectará también a Euskadi.

Nos interesa ahora fijarnos en la situación en la que queda, parece que con visos ya de consolidación, el nacionalismo catalán que deriva de ese gran magma que fue Convergencia y Unió. Esa fórmula de la Coca-Cola que parecía iba a durar para siempre cuando sus objetivos se limitaban a influir en la política del Estado para sacar réditos del día a día hacia Catalunya, cuando se pensaba sólo en la autonomía y no en romper amarras. Pero vino el procés, la apuesta decidida por la autodeterminación y la independencia, como consecuencia del bluf estatutario y del rechazo de Madrid a un pacto fiscal. Ello unido (no sabemos en qué orden) a los escándalos de corrupción partidarios, con la desaparición de Unió y la obligada reconversión de Convergencia, trajeron una nueva época al catalanismo. El testigo dado por Mas a Puigdemont (trascendental), el 1 de octubre, el juicio político, la cárcel y el exilio, y lo que es más importante, el apoyo mantenido por una mayoría social a ese camino tortuoso pero decidido a la soberanía. "Yesterday's gone" cantaban Fleetwood Mac en la campaña presidencial de Clinton, y es necesario entenderlo también desde Euskadi a la hora de mirar al tradicional socio catalán.

El hermanamiento del nacionalismo vasco y catalán data del lehendakari Aguirre y el president Companys, del Gobierno de Euzkadi acogido en Catalunya en plena guerra, del exilio compartido, y de Galeuzcat (junto al nacionalismo gallego). Con la transición vinieron tiempos de colaboración estrecha, de actividad parlamentaria y coincidente unidad de acción en muchos ámbitos. Se trataba, hasta hace no demasiados años, de un catalanismo moderado y autonomista, preocupado por el peix al cove e implicado en la corresponsabilidad en el gobierno del Estado, aún sin formar parte del mismo. Ya entonces hubo también decisiones, ritmos y caminos diferentes. El nacionalismo vasco aceleraba y el catalán se desmarcaba, o viceversa, pero siempre desde una sintonía y afinidad de fondo. Llegó entonces el procés y con él los desencuentros, fundamentalmente por la decisión del president Puigdemont en octubre de 2017 de declarar la DUI y sus consecuencias, con una complicada interlocución que no viene al caso rememorar. Caminos separados y alianzas electorales en cuarentena, con una última apuesta colaborativa por una de las partes de la escisión, quizás sí fiel y coherente, pero que conlleva una necesaria reflexión. No puede soslayarse que la realidad de la actual implantación y significación de cada cual se ha puesto de manifiesto con claridad, incluso con crudeza, el pasado 14-F.

El nacionalismo catalán es, en su inmensa mayoría en los últimos años, y hoy, inequívocamente independentista, y ha elegido un camino directo y decidido que no renuncia a la unilateralidad cuando la bilateralidad se revele imposible. Hay que respetarlo. Y más cuando esa apuesta acarrea sacrificios personales, duros, inusuales en política, con una provisionalidad que la ciudadanía no sólo no castiga sino que viene a asumir y premiar. Sus representantes han cambiado, los líderes del catalanismo de centro son hoy otros. Ley de vida y ley inexorable de la política, de lo que hoy tiene o no tiene ya valor. Pujol, Roca, Durán o Mas son ya pasado, aunque este último sí haya demostrado una ejemplaridad no siempre reconocida. Incluso líderes recientes del PdeCat, de gran valía personal y política, bien relacionados con el nacionalismo vasco, deben dar paso a otros por falta de apoyo popular, porque su proyecto no es ya el de una mayoría de catalanes. Es definitivo turno para quienes encabezan el proyecto de Junts per Catalunya: singularmente para el president Carles Puigdemont, y para quienes sufriendo injusta prisión y exilio por comportamientos políticos son referentes en el nuevo partido. Ellos y ellas son hoy por los que ha optado mayoritariamente el electorado de Catalunya, junto a los miembros de ERC, por supuesto, hoy primera fuerza catalana soberanista como consecuencia (no ha de olvidarse) de la escisión producida en el espacio posconvergente.

Es tiempo de reconducir relaciones entre el nacionalismo vasco y el catalán predominantes, de pasar página de anteriores desencuentros y de volver a la colaboración. Desde el respeto a los distintos caminos y apuestas, a las situaciones coyunturales o estratégicas, pero con el mismo patrimonio común de siempre: la lucha por la libertad nacional de los pueblos vasco y catalán, de dos pueblos hermanos. * Abogado