NTAÑO se decía esta palabra, "antaño", para hablar de lo que se recordaba como algo viejo y trasnochado, que incluso se añoraba, pero que no atisbábamos que pudiera volverse a repetir, principalmente porque el tiempo es, y siempre fue, una locomotora que avanza y no para de avanzar aunque quizás no sepa por dónde va, a dónde va, ni si tiene algún destino preciso. Normalmente, y en cuestión de tiempo, la apisonadora de su paso inevitable va dejando huellas que son cada vez menos perceptibles cuando echamos la vista atrás. Poco a poco las huellas se van tornando invisibles, imperceptibles, difusas en sus recuerdos y pasto ineludible del olvido, que es la forma más primaria e inservible de la memoria. No son pocas las ocasiones en que uno intuye que en algún tiempo pasado, en algún lugar poco definido y en unas circunstancias difíciles de ser repetidas, ocurrió algo cuyos detalles no podemos ya reconstruir en nuestra quebradiza memoria, ni siquiera recurriendo al álbum de los recuerdos.

Este 31 de diciembre último, que hemos vivido sin ilusión ni empeño, forma parte ya del más abominable de mis "antaños". Solo han pasado unos días cuando escribo esto y recuerdo 2020 como un tiempo estéril que, en mi diario de vida no merece ni siquiera una insinuación. Justamente en ese día advocamos a un Papa singular, nosotros que hemos sido educados, prioritariamente en la costumbre católica en lo que toca a nuestro vínculo religioso. Aquel Papa, que posteriormente fue entronizado, fue el santo San Silvestre y en el 2020 ocupado por la pandemia y el miedo ha pasado desapercibido. No se puede decir que se trate de un santo muy notable, entre otras cosas porque fue Papa de la Iglesia católica en el siglo IV. En el capítulo de las casualidades es bueno señalar que el militar que asesinó al Papa Silvestre murió atragantado por una espina de pescado, que es una forma original de venganza que solo suele ser admitida por quienes tienen mucha fe. La Iglesia nunca ha dejado escapar las oportunidades que la Providencia le ha prestado para subrayar su poder y su grandeza.

Fuera del carácter religioso de la fiesta, el hecho de que se tratara del último día del año favoreció que la tradición se empeñara en señalar la fecha con actos, fiestas y celebraciones especiales que le dieran un alcance muy superior al que tenían otros días del año. Por si fuera poco, la economía -y quienes de ella se lucran- no dudó en realzar la festividad organizando competiciones, festejos y diversiones. Se desataron nuestras pasiones, nuestros deseos, nuestras ansias de venganza ante las costumbres diarias y vulgares. Cada cual en el ámbito de sus posibilidades abandonaba las normas y costumbres habituales. Come más, enfatizando el sabor de lo que come. Bebe más buscando ese espacio casi irracional en que está permitido hacerlo sin medida tanto para recordar lo bueno como para olvidar lo malo. Muestra su alegría como si estuviera en un tiempo aparecido por sorpresa, del que no se hace responsable. Y, por fin, descansa de la fatiga que conlleva haber vivido un día, el último del año, liberado de normas y rigores.

Pero hagamos balance de un año (el recién pasado) que ha constituido una auténtica amenaza. Doce meses en los que todos nos hemos sentido amenazados por un monstruo informe, imperceptible, invisible, impertinente, insolente, irreconocible, impúdico, impresionante, inhumano, cruel, violento, vengativo, extremadamente agresivo, egocéntrico, antipático, terco, dañino en exceso, horrible, despiadado, tirano, brutal y asesino€ No sabíamos cómo defendernos de él, no conocíamos sus características, ni siquiera hemos sabido cómo asustarle para que se vaya o quizás cómo mostrarle las armas mortíferas con que le vamos a combatir. Nuestros rostros, lejos de mostrar rabia o insolencia, se han visto condenados a mostrar el miedo propio de los brutalmente amenazados: los ojos asustados, la mirada dirigida a un punto alejado de nosotros surgiendo de dos ojos encaballados sobre una máscara protectora que, al margen de la leyenda que porte, solo denota precaución y, sobre todo, miedo. Sí, miedo a toparnos con el virus invisible que vive al acecho, lleno de malas intenciones y fielmente condenado a infectar y matar.

Así ha sido el último año nefasto en el que nuestras vidas han discurrido faltas de fe en el futuro, porque las esperanzas apenas nos han acompañado y el dios de la pandemia se ha mostrado mucho más cruel que caritativo. Los científicos han deambulado de un lado para otro mostrándonos un acervo lleno de premisas, de previsiones, de teorías, de principios científicos y de intenciones. Cada mañana, las gentes encerradas en sus casas tras escuchar los mandatos de la autoridad, han permanecido ante sus televisores deseando escuchar palabras de esperanza, comparando los datos de un día con los que los mismos locutores o presentadores habían suministrado el día anterior. Hemos sido derrotados irremisiblemente por ese virus al que los científicos le han adjudicado una forma extraña, llena de apófisis y tentáculos y, sobre todo, atiborrada por el maligno misterio que encierra su futuro, que también será el nuestro. Por mi parte, me aferro a la esperanza, que ha de seguir siendo lo último que se pierda. Y me ilusiono cada vez que las noticias me hablan de esa vacuna salvadora, de esa agujita que me hará volver al día anterior a la pandemia. Sí, no dudo tanto: ¡tengo fe!

A pesar de todo, 2020 no ha sido un año perdido. Quizás nos habíamos olvidado de que los todopoderosos son los dioses y no los humanos; que el destino se escribe cada día a voluntad de cada uno en lugar de estar supeditado a azares diversos e incontrolables; que el mañana es un hoy que se repetirá, del mismo modo que el hoy es el ayer repetido. Quizás nos habíamos olvidado de que "todo fluye y nada permanece", o de que "uno no puede bañarse dos veces en el mismo río". De modo que el año pasado finalizó como estaba previsto, después de todo un tiempo larguísimo de miedo y un pequeño atisbo de esperanza, ahora que se agolpan las voces que nos anuncian remedios y soluciones. Por tanto, abramos los brazos para acoger a la esperanza. Veamos en los primeros ancianos y ancianas que han sido vacunados la luz de la esperanza, veamos cómo se abren de nuevo los caminos que conducen a ese delirio de luz que se llama futuro, y esperanza, e ilusión, y sueño, y utopía.

Tenemos prisa, o mejor, marchamos apresurados hacia la luz que anuncia el mañana que va a ser mucho mejor que el ayer. El día que conquistemos ese mañana esperanzador, cuando los virus no solo sean invisibles sino también impotentes ante nuestros remedios, tendremos que recordar el año 2020 en que el miedo se adueñó de casi todas nuestras esperanzas. Entonces celebraremos nuestra victoria ante las dudas y zozobras que nos han llevado por rumbos y caminos que señalaron los miedos y las incertidumbres. Este nuevo año está formado por dos números consecutivos: 20 y 21. Muestra en su propia anatomía sus ansias de seguir hacia adelante. El 2021 está llamado a ser el año de nuestra victoria. Poco a poco, volveremos a conquistar el futuro. Tranquilamente. Poseídos por la fe, pero sobre todo empujados por la confianza que cada uno de nosotros ha depositado en sus compañeros. Han sido muchos los muertos, y muchos los asustados que, en medio de sufrimientos, han sentido los pasos del más allá. Ahora debemos pensar que nuestras vidas van a requerir un nuevo convencimiento y una nueva actitud. Si nos convencemos de que nuestras vidas siempre van a depender de hilos más o menos consistentes o de casualidades más o menos previstas y probables, nuestras vidas empezarán a ser, o seguirán siendo, más humanas y respetuosas con las vidas de nuestros semejantes€

€ Y podremos asegurar que la amenaza de la covid-19 tuvo lugar "antaño", en un tiempo antiguo en el que sufrimos, pero también aprendimos que no somos ni fundamentales (uno a uno) ni imprescindibles€ Y que todos, absolutamente todos, somos necesarios.

*josumontalban@blogspot.com