O sé a ustedes, pero reconozco que dos sentimientos me sacudieron la primera semana de noviembre en el seguimiento de las elecciones presidenciales de los Estados Unidos: alivio y pasmo; sí, como suena. A estas dos emociones, y una vez conocido el resultado tras una espera agónica, se ha empezado a sumar una tercera: temor.

Y es que el candidato perdedor, Donald Trump, el hombre que odia a los perdedores, lejos de aceptar la victoria de su rival político, Joe Biden, primero la rechazó tajantemente y luego, hace apenas dos días la ha ¿admitido? denunciando en ambos casos las elecciones como amañadas. Adujo el mandatario que habían aparecido una plétora de papeletas misteriosamente. Nadie hasta ahora ha confirmado el caso. Ya en su campaña electoral generó desconfianza hacia el sistema que él mismo preside.

El todavía presidente de los Estados Unidos ha llegado a amenazar con desatar la madre de todas las batallas judiciales, aunque para ello tenga que pedir el dinero prestado. Lo que en otras latitudes no pasaría de ser un vodevil intrascendente, en el país del liderazgo mundial la cosa puede acarrear graves consecuencias. Además, un dato a tener muy en cuenta, el traspaso de poderes no se materializará hasta el próximo día 20 de enero a las doce de la mañana. ¿Por qué este traspaso de poderes toma tanto tiempo? La respuesta está en que en tiempos pasados los presidentes y sus séquitos políticos tenían que viajar a Washington desde diferentes estados del país, lo que llevaba semanas. La tradición manda.

Son más de dos meses: un plazo muy dilatado para un irascible y vengativo presidente que ha conseguido, a pesar de la derrota, un importante apoyo electoral en todo el país y cuyos seguidores y turiferarios tienen la costumbre de ir armados hasta las cartolas. De momento, y casi sin tiempo de dejar los palos de golf en una esquina, ha despedido al secretario de Defensa, Mark Esper, por los desencuentros provocados en los episodios de violencia en diferentes ciudades del país. Esper se declaró en contra de la posibilidad de sacar el ejército a las calles y Trump lo ha despedido ahora como sólo él sabe hacerlo: por un mensaje de Twitter.

Lo de Esper no es más que el comienzo. A nadie sorprendería que Anthony Fauci, el médico y gestor de la crisis sanitaria, profesional de gran experiencia, no siga los mismos pasos que su compañero. En estos días que restan para el relevo presidencial, Donald Trump boicoteará toda colaboración con Joe Biden. Puede despedir masivamente a los ayudantes que no le hayan reído las gracias y poner patas arriba el aparato administrativo del país. Todo esto sin contar con que no otorgue perdones e indultos a sus amigos e incluso a sí mismo, aunque esto último le podría resultar más difícil. Una larga y complicada transición de poder que va a poner a prueba los nervios de los demócratas y del resto de los ciudadanos del país.

Les hablaba del alivio que sentí por la derrota de Trump y es verdad. No he conocido en muchos años un presidente como él. Nunca he acabado de comprender cómo un multimillonario impostor con un deleznable estilo personal, más cerca del perfil de un showman que del de un presidente, pueda movilizar a tantos millones de sus conciudadanos; muchos de ellos gente humilde y trabajadora. Su negación cerril del cambio climático, su vibrante entusiasmo en la defensa de las armas, su falta de empatía, su nacionalismo agresivo y su permanente enfado hubieran sido, de haber salido elegido de nuevo, una amenaza capaz de asaltar los frágiles equilibrios de nuestro vapuleado globo.

Personalmente, tampoco me ha sacudido la euforia por la victoria del candidato demócrata Joe Biden. Vicepresidente en los dos mandatos de Barack Obama, fue el verdadero promotor de los bombardeos contra Siria tras haber desestabilizado aún mas el avispero de Oriente Medio. No fue mejor su actuación en el decisivo apoyo al golpe de estado en Honduras, en junio de 2009, que significó la salida del poder del presidente electo Manuel Zelaya, un mandatario con amplia base de apoyo popular pero que no gustaba a la Casa Blanca: lo veían más cerca de Caracas y La Habana que de Washington. El futuro presidente de los dientes blanquísimos puede ser un buen aliado de la Unión Europea, pero que no le toquen el patio de casa. Que sus detractores, o mejor dicho, los seguidores de Trump, acusen a Biden de socialista tiene el mismo fundamento que acusar al expresidente Rajoy de estajanovista. Las cosas como son.

En este embrollo de sensaciones y emociones, hay una que no acierto a descifrar, y no es otra que la del pasmo del que les hablaba al comienzo del artículo. ¿Cómo es posible que casi la mitad del electorado de Estados Unidos dé su voto a Trump? ¿Qué enfermedad viral todavía sin detectar ha contagiado a una gran parte de los votantes de aquella nación? Se habla de los Estados Unidos como un país dividido, casi irreconciliable. Por una parte, la población de las áreas rurales: conservadora, blanca y en muchos casos, de acendrada religiosidad. Por otra, la nación de la diversidad racial, de las grandes urbes, de la democracia liberal. Son dos mundos casi antagónicos. Donald Trump se alinea, sin duda, con los primeros y con sus valores a pesar de haber nacido en New York. Y aquí viene la explicación: Trump recurre al discurso de la nación al borde del acantilado que es preciso salvar. Es el discurso de Boris Johnson en el Reino Unido o de Marine Le Pen en Francia. Es el discurso patriótico que justifica la exclusión de todos aquellos que no son tan patriotas como ellos. Es el deseo de recuperar el control de un entorno que no se quiere reconocer, que se considera hostil. Nos equivocamos si pensáramos que los votantes de Trump son la élite del dinero, de la cultura, de las oportunidades. No, rotundamente no. Los votantes de Trump han sido gente de la clase media y trabajadora para la cual su país ha dejado de existir, al menos como lo conocían antes.

Desalojar a Donald Trump de la presidencia del país no resolverá por sí sólo los graves problemas a los que se enfrenta la sociedad. Pensar que la elección de Joe Biden y de su vicepresidenta, Kamala Harris, acabará con todas las incertidumbres que amenazan el país sería totalmente irreal. La pandemia del coronavirus ha agudizado muchos problemas ya existentes de la vida diaria de Estados Unidos: trabajo, educación, deudas, miedo y una sensación de frustración e inseguridad que han hecho mella entre los más necesitados. El aumento de crímenes en las grandes urbes ha sido exponencial, como nos señalan los medios locales, y muchas de esas ciudades han estado gobernadas por el Partido Demócrata de Biden, que no ha sido capaz hasta ahora de atajar los problemas.

Mientras tanto, la batalla por el control del Senado, institución fundamental en el país, se pone al rojo vivo. En el estado de Georgia se tendrá que celebrar una segunda vuelta ya que ninguno de los aspirantes consiguió la mayoría. No será hasta el próximo mes de enero. Si los demócratas ganan el Senado, su victoria será completa. Si no es así, el Senado estará dominado por los republicanos que, previsiblemente, torpedearán muchas de las propuestas de los demócratas. Todo ello se mezclará con las demandas judiciales prometidas por Donald Trump. La democracia liberal tendrá que seguir aguantando los embistes; esta vez, y aunque resulte extraño, por parte de su expresidente.

* Periodista