LGUNOS científicos afirman que, a nivel planetario, hemos entrado en una nueva era geológica, el Antropoceno. Con este término griego bautizan los doce milenios de deterioro medioambiental causados al planeta por nuestra especie tras el final de la última glaciación. Unos daños que se constatan por las huellas del impacto humano en muchos ecosistemas.

Entre sus argumentos hay una prueba realmente curiosa: empieza a detectarse en ciertos lugares un nuevo tipo de roca, el "plastiglomerado", formada por mezcla solidificada al calor del sol de restos plásticos, arena, piedras y desechos humanos. Los científicos creen que este engendro será el marcador geológico que defina nuestro tiempo, lo mismo que el "límite K-T" con iridio parece señalar en el registro geológico el impacto del cometa que acabó con los dinosaurios del Cretácico.

El plastiglomerado y otros desechos son la herencia geológica de nuestra civilización del usar y tirar, del despilfarro de recursos no renovables, un auténtico "límite K-K", si me permiten la broma, que marcará nuestra época en los estratos. Todos (y me refiero a todos, no solo los europeos) llevamos siglos esquilmando el planeta y gracias a la técnica lo hacemos cada vez más rápido.

Tenemos que cambiar radicalmente nuestro modelo de desarrollo, pero no despistarnos con las fábulas del buen salvaje de Rousseau y su vida en armonía con la naturaleza, un puro mito, ni con los cantos de sirena del pretendido equilibrio con el medio natural de las tribus perdidas en la selva que, en realidad, esquilman su entorno hasta dejarlo exhausto e irse a otro lugar a comenzar de nuevo. Casi igual que nosotros.

Todas esas falacias, tan queridas de algunos, son simples fábulas que nos ocultan el origen ideológico de nuestra ceguera ambiental: el considerar la naturaleza como fuente inagotable de recursos, capaz de regenerarse y, en la práctica, una realidad eterna. Los cazadores-recolectores del mesolítico, los difusores de la revolución neolítica, los descubridores de la explotación y uso de los metales, los promotores de la revolución industrial, los científicos e ideólogos de los siglos XIX y XX que prometieron el paraíso en la tierra, todos, se caracterizaron por no tener en cuenta para nada la necesidad de compatibilizar el desarrollo humano y social con el equilibrio natural y el uso racional de los recursos. Creyeron que saquear no producía daños irreversibles.

Hoy tenemos el planeta a punto de entrar en la UCI. Llevamos doce milenios del Antropoceno y la Tierra empieza a no dar para más. Hay que cambiar el chip y, empleando precisamente la ciencia y la técnica que hemos desarrollado, modificar nuestro modelo económico, cultural y social hasta hacerlos compatibles con el equilibrio natural.

Pero tenemos un problema: últimamente parece que elegimos preferentemente a los gobernantes más problemáticos para nuestras sociedades y para afrontar los problemas, entre ellos el medioambiental. Con mimbres deficientes, mal vamos a arreglar nada. Muchos países no solo siguen dañando a su entorno, por más declaraciones verdes y manifiestos ecologistas a los que se adhieran sus gobiernos, sino que a la vez se perjudican a sí mismos eligiendo democráticamente como líderes a personajes estrambóticos y de poco fiar, auténticos malandrines.

Malandrín es una bella palabra de origen griego, "melan dryos", que alude al corazón negro del roble. Con los siglos, el término pasó al latín hasta convertirse en apelativo de ladronzuelos y bandidos y Cervantes la incorporó al Quijote con el significado de bribón. Justo el que hoy mejor describe a ciertos políticos que tienen, como el roble, el corazón negro.

Les pongo un ejemplo: este noviembre, el país más poderoso del mundo elegirá a su presidente. Cuando escribo estas líneas no sé si resultará reelegido -espero que no- el actual mandatario republicano, Donald Trump, o ganará las elecciones Joe Biden, el aspirante demócrata. Tengo claro que la victoria del primero supondría volver a dejar en manos de un líder inconsistente el destino de los Estados Unidos y, de rebote, el del mundo. Me remito a la experiencia de estos años anteriores del gobierno de Trump (o desgobierno, según se mire). Para la protección del medio ambiente, la lucha contra el cambio climático y la salvaguarda de la biodiversidad de nuestro planeta han sido cuatro años de retroceso. Los malandrines en el poder no son precisamente bálsamos de Fierabrás para la naturaleza.

Hay que señalar que Trump no lo oculta, es un malandrín de manual que parece orgulloso de serlo y hasta tiene maneras de tal. Creo que incluso gana votos alardeando de ello, pues los pillos tienen su público. Recuerden al Dioni.

Hay otros malandrines más solapados a ambas orillas del Atlántico, disfrazados con piel de oveja. El lector los reconocerá por su verborrea, su afición a las proclamas rimbombantes y su ecologismo de galería. Cuando están en el poder no cumplen sus promesas, gobiernan mal, solo les preocupa lo inmediato y dejan maltrechas a las economías y sociedades, lo que a la postre perjudica a la naturaleza porque el empobrecimiento marca otras prioridades más urgentes. Aunque a muchos no les guste reconocerlo, solo la estabilidad económica y la generación de riqueza pueden permitirnos afrontar los cambios necesarios en nuestros modelos productivos y culturales que precisan las políticas ambientales.

¿Quiere lector saber si un político concreto es un bribón? En el fondo es fácil, hay una prueba del nueve: pregúntese si pondría en manos de esa persona con plenos poderes su empresa familiar y todos sus ahorros. Si es de poco fiar, seguro que no lo haría, nadie sensato quiere que le arruinen. Sin embargo, votamos a veces que el gobierno de un país quede en manos de truhanes conocidos. Dejar el poder en manos de malandrines es como si en una colmena las abejas eligieran como reina al zángano. Un desastre seguro para la colmena y, en nuestro caso, para la naturaleza.

Cuando en el futuro haya elecciones en un país occidental, sería recomendable que, antes de votar, los electores se pregunten a qué candidatos no les comprarían nunca un coche de segunda mano. He ahí a los malandrines. O, si hablamos en términos biológicos, a los zánganos. Mejor aventarlos que darles el voto ¿no creen?

* Apoderado en Juntas Generales de Bizkaia 1999-2019