L pasado viernes, día 9 de octubre, coincidieron en Catalunya dos actos antagónicos. En Barcelona, el rey Felipe VI presidía la entrega de los premios Barcelona New Economy Week, el evento organizado por el Consorcio de la Zona Franca. El descendiente de aquel otro Felipe, el quinto, de tan mal recuerdo ya que abolió las instituciones catalanas, fue recibido con protestas por una multitud de manifestantes. Fue un rechazo en el que participaron todas las fuerzas políticas y civiles del independentismo catalán. No faltaron ni los Mossos d'Esquadra con una exageración de medios para blindar la zona y contener a las masas. Felipe VI, con su discurso del 3 de octubre de 2017, en el que no mostró ninguna empatía con los más de dos millones de ciudadanos que votaron y fueron aporreados dos días antes, abdicó políticamente de Catalunya. Renunció a la neutralidad y a la representación de todos los ciudadanos -incluidos, sí, los independentistas- que le corresponden según el ordenamiento constitucional y que cabe esperar de un monarca democrático. ¿Se imaginan haciendo un a por ellos regio a la reina Isabel II del Reino Unido contra los escoceses por haber votado en un referéndum de autodeterminación? No es extraño, pues, que el rey deba acudir a Catalunya casi de forma clandestina (como la visita al Monasterio de Poblet del pasado 20 de julio) o entre exageradas medidas de seguridad. Tampoco que la consigna más repetida por los manifestantes fuera "Cataluña no tiene rey" y que el sentimiento republicano se haya incrementado en los últimos años: un sondeo estatal reciente del Instituto de Opinión 40dB revela que el 41% de los encuestados es partidario de la República y sólo un 35% de la monarquía, un 48% es favorable a realizar el referéndum (el 68% en Catalunya).

El mismo día, a 190kilómetros de Barcelona, en Perpinyà, en la Catalunya Nord, se reunían los tres últimos presidents de la Generalitat, Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, exmilitantes de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), siglas hoy transformadas en denominaciones diversas después del coste social de las políticas de austeridad de Mas durante la crisis de 2008-14 y, sobre todo, tras la confesión de Jordi Pujol sobre el legado de su padre que se convirtió en una fortuna en el extranjero tras sus veinte y tres años en la Generalitat. En definitiva, tres presidentes democráticos que durante el corto reinado de Felipe VI han acabado cesados, inhabilitados o en el exilio.

En la declaración de Perpinyà, dirigida a la opinión pública internacional, se denuncia que "se nos ha aplicado una justicia de parte, llena de irregularidades y malintencionada, dirigida contra la minoría nacional catalana dentro del Estado español. Nuestro país vuelve a tener presos políticos y exiliados€ Esto no es justicia€, solo tiene un nombre: represión política. La manera de actuar del Estado español está fuera de lugar en cualquier democracia y se opone a los principios y valores fundacionales de la Unión Europea€ Este conflicto exige diálogo, negociación y mediación internacional para encontrar una solución justa y democrática a la voluntad libre de los catalanes".

Se puede considerar la declaración como un acto de contraprogramación para eclipsar la visita real a Barcelona. No hacía falta, porque los medios internacionales recogieron claramente la acogida dispensada a Felipe VI. Era, en todo caso, el primer acto de campaña de los herederos de CDC de cara a las elecciones del 14 de febrero. El espacio post-CDC está fraccionado en tres siglas distintas. El Partit Democràta Europeu Català (PDeCAT), liderado por David Bonvehí, que defiende una República Catalana independiente sin descartar dar pasos en la vía unilateral una vez agotadas todas las vías legales. Entre sus activos, Artur Mas, quien por fidelidad y coherencia con su pasado sigue militando en el partido, y el exconseller de Economía, Andreu Mas-Colell, que por pragmatismo votará PDeCAT. El Partit Nacionalista de Catalunya (PNC), liderado por Marta Pascal, que como coordinadora del PDeCAT no gozaba de la confianza de Puigdemont y renunció al cargo que ostentaba desde dos años antes, en julio de 2018. Su modelo político es el PNV, se opone a la unilateralidad y, sin renunciar a la independencia, opta por recuperar el Estatut cercenado por el Tribunal Constitucional y desarrollar al máximo el autogobierno. Cuenta en su entorno con dirigentes históricos de CDC como Carles Campuzano, Jordi Xuclà o Lluís Recoder. Y Junts per Catalunya (Junts), el partido de Puigdemont que acoge a los presos políticos y exiliados exCDC, a Toni Comín (exERC) y a Jordi Sánchez (Assemblea Nacional Catalana). Apuesta por la vía unilateral y la confrontación democrática con el Estado español y la internacionalización del conflicto. En las elecciones de diciembre de 2017, las siglas JxCAT fueron registradas por el PDeCAT y el contencioso ha acabado en los tribunales, lo que dificulta las relaciones entre ambas formaciones cuyas ideologías no están muy alejadas. De ahí que Mas intente encontrar una solución de compromiso. Queda tiempo para las elecciones y de la necesidad de no disgregar el voto puede surgir la virtud: un presidente en el exilio, que ha perdido sólo parte de su encanto tras tres años de ausencia, pero que como eurodiputado puede internacionalizar el conflicto y un presidente del gobierno en Catalunya. ¿Cuál es la carta oculta?

Y ERC. La formación republicana es la favorita de las encuestas electorales, pero con pandemia de por medio la incertidumbre es alta y la fiabilidad de las encuestas, baja. En una parte de la ciudadanía de Catalunya -no es fácil determinar en qué porcentaje- hay cansancio del procès y de las promesas no cumplidas: para unos, una prometida y deseada independencia que no llega; para otros, porque se ha perdido la ocasión de gobernar y ensanchar el autogobierno en el mientras tanto. De ambas posiciones se benefician la CUP por la extrema izquierda independentista y Catalunya en Comú por el centro izquierda no independentista. Tampoco se sabe muy bien cómo puede haber afectado el confinamiento -el pasado y el que vendrá- a la sociología electoral en momentos de un gran desánimo anímico, económico y de una imposible sociabilidad. Hay además la sensación añadida de que el procès lo absorbe todo y no se hace aquello en lo que tanto insistía ERC: gobernar bien para ensanchar la base a favor de la independencia e impulsar el diálogo con dos temas sobre la mesa: la amnistía y el reconocimiento del derecho a decidir. Pero ERC debe decidir quién dispone del carisma y el liderazgo suficientes para encabezar la lista electoral (sin amnistía, ni Oriol Junqueras ni Marta Rovira pueden presentarse) y, además, ha tenido que lidiar con las carteras que más desgastan en tiempos de pandemia: Sanidad, Economía, Trabajo, Asuntos Sociales y Familias (incluye las residencias de ancianos) y Educación.

Hoy en día no es posible otro Junts per Sí como en 2015 y ERC deberá competir por la hegemonía en el espacio independentista con la fuerza política que acabe liderando Puigdemont desde el exilio y con la CUP como conciencia crítica en ascenso de unos y otros y tercero en discordia. Habrá que ver si el desafío de obtener más del 50% de los votos es posible en un escenario muy dividido del independentismo y en una sociedad castigada por casi un año de pandemia y con la sensación de que la política y los gobiernos (en Madrid y en Barcelona) no han estado a la altura de las circunstancias. Alguien deberá explicar algún día por qué España es el segundo país europeo con más muertos por covid-19 por cada 100.000 habitantes, sólo por detrás de Bélgica.

* Catedrático de Historia Contemporánea Universitat de Barcelona