LGUNAS naciones, en su mayoría europeas, como España y Portugal; Inglaterra, Holanda o Francia, han desarrollado estados imperialistas que han colonizado y sometido a otros pueblos. Por ejemplo, el imperialismo inglés y luego británico, primero en Irlanda y más tarde en Norteamérica, en Australia y Nueva Zelanda, India, y partes de África y Asia, llegó a imponer, sobre una cuarta parte del planeta, la soberanía de "su graciosa majestad", a cuyo amparo se enriqueció, como en otros lares, una oligarquía codiciosa y cruel. Hoy, la mayoría de esos estados se muestran incapaces de afrontar su pasado colonial. Así, Francia todavía no se ha responsabilizado del millón de "nativos" muertos en Argelia, de los innumerables crímenes que acompañaron a la colonización del "África francesa", de la aventura en Indochina, o de sus matanzas en Madagascar. ¿Qué decir sobre el pasado holandés en Java o Sumatra, del régimen de terror impuesto en el Congo (belga) o sobre las masacres de Italia en Abisinia, por no mencionar sino algunos ejemplos de un largo etcétera de atrocidades civilizatorias?

Bajo las alfombras de una pretérita y pretendida grandeur, las naciones imperialistas ocultan muchas miserias, pero mientras la descolonización acaecida tras la Segunda Guerra Mundial puso el foco en los denominados territorios o colonias de ultramar, la colonización intramuros, que precedió a la exterior, suele ser ignorada a pesar de que se trata de un fenómeno que afecta a un buen número de pueblos y naciones europeas que fueron forzadas a incorporarse a diferentes estados e imperios.

A día de hoy, el republicanismo francés, heredero territorial de la monarquía borbónica, se niega a ratificar la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias del Consejo de Europa, que tras siglos de ocupación y maltrato agonizan en el Hexágono. Al sur de los Pirineos, desde las prohibiciones lingüísticas de Carlos III, el castellano ha pasado de ser minoritario -a mitad del siglo XVIII, solo el 40% de la población era monolingüe castellana- a hacer desaparecer el dominio de otras lenguas -euskara, catalán y galego- en las otras naciones del estado. Todavía hoy, el imperialismo castellano-español se niega a reconocerles un carácter político, pues quiere que permanezcan subordinadas, como naciones culturales, minorizadas o folklóricas. Hoy, en la península, además del castellano, solo el portugués y el catalán en Andorra, protegidos por estados nacionales (lingüísticos), mantienen una posición hegemónica, junto al inglés en la colonia de Gibraltar.

En la tarea por debilitar y acomplejar a las naciones sometidas, algunos intelectuales al servicio de un supremacismo nacional han elaborado un relato que acusa a quienes resisten la asimilación de xenófobos o de favorecer un nacionalismo étnico; mientras presentan al patriotismo español (o francés) como no nacionalista, heredero de la ilustración, cívico e igualitario. Otra sección del movimiento nacional, menos "liberal" y más conservadora, se ha especializado en la vigorización viagrática del pasado imperial y sus miembros, para poder justificar el imperialismo, recurren a hipérboles como la épica, donde incluso las "atrocidades son admirables" (Pérez-Reverte); exaltan la Inquisición como "ejemplo de institución garantista de derechos" (María Elvira Roca); afirman que "a América la independizaron los españoles" (García de Cortázar) o proclaman que "España es una nación, la única nación y más que una nación" según aseguraba Gustavo Bueno.

Los nostálgicos de la España imperial actúan desde plataformas donde no hay debate o la audiencia se reduce a prosélitos; acostumbrados a negar el genocidio, despachan la repulsa a la barbarie colonial como un complot de los enemigos de España, como si la crítica al imperialismo hispano fuera una conspiración panfletaria de anglófilos y protestantes, que se hubieran inventado una leyenda negra. El supremacismo nacional "sin complejos", emplea un argumentario capaz de justificar cualquier atrocidad, elaborando relatos, al gusto de una escuela neo franquista, que no parece tener en cuenta, como advirtió Aimé Césaire, las similitudes entre la colonización del mundo por diferentes naciones europeas y la que luego emprendieron los nazis en Europa. Porque unos y otros, se enmascararon como protagonistas de una tarea civilizatoria y universal, para poder justificar la persecución y el sometimiento, el saqueo y el racismo sobre la población colonizada. Hoy, el discurso revisionista sobre el pasado colonial raya con la apología de crímenes contra la humanidad.

Sin embargo, en el ruedo ibérico, al apostolado al servicio de la marca España, se le promociona a través de múltiples plataformas, que abarcan televisiones y radios, periódicos y periodicals, universidades y ateneos. Un poderoso aparato de propaganda que no hace tanto celebraba el Día de la Raza Española, luego reconvertido en Día de la Hispanidad; efemérides a las que la comunidad hispanófona en América también ha dado la espalda. Paradójicamente, los mismos patriotas que critican un supuesto adoctrinamiento de la juventud catalana y vasca, y ridiculizan los proyectos políticos distintos al español tildándolos de provincianos y cavernarios, no tienen empacho en reivindicar una educación nacional, proponer que la formación del espíritu patriótico deba iniciarse, como durante el franquismo, en la familia, o reclamar la ilegalización de los partidos nacionalistas, soberanistas, o independentistas que no sostienen su proyecto de nación. Una vez más, se trata de anular la disidencia, hoy nacional, antes religiosa, ahora bajo la máscara del nacional-constitucionalismo, que interpreta la autonomía como una concesión del estado-patrón sobre la nacionalidad colonizada, en una relación que perpetúe la subordinación.

Los bien retribuidos profetas del chovinismo español, al tiempo que exaltan la grandeza castellana, suelen limitar su conocimiento de la diversidad cultural ibérica al saber gastronómico. Aunque hereder@s de una teología política joseantoniana, han sido capaces de ofrecer a Franco, en octubre de 2019, un ongietorri transmitido por televisión en múltiples cadenas; una asombrosa operación propagandística, donde el traslado de los despojos de un dictador que autografió miles de ejecuciones estuvo acompañado, solemnemente, por una ministra de justicia "socialista" en otro episodio esperpéntico de la "democracia española realmente existente" (DERE).

* Profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV/EHU