AIME Hernani, director general de Agex, grupo de asociaciones de empresas exportadoras, se quejaba hace días en un periódico bilbaino de que "los rebrotes y su difusión han hundido la imagen internacional de España". Y añadía que "lo que tendríamos que hacer es hablar menos. Rebrotes hay en todos los países, pero nosotros nos pasamos todos los días señalando, casi en directo, todos los casos, pueblo a pueblo. Los aireamos y dañamos nuestra imagen. Otros países se callan". Creo que Hernani tiene mucha razón, porque lejos de preconizar el ocultamiento de la realidad, lo que censura el ejecutivo es el modo en que emocional e intelectualmente nos estamos enfrentando a ella hasta el punto de agotarnos y castigarnos. Nuestra torpeza se llama sobreinformación o también infoxicación. ¿Y por qué nos hemos empeñado en el recurso de la extenuación de las noticias? No, el problema no es de los medios y su gestión de la verdad percibida y analizada, sino que es un asunto social, de todos, cuyo núcleo es el miedo. Sí, el miedo, el viejo y canalla camarada de la humanidad que toma el mando de nuestras decisiones cuando algo amenaza nuestra seguridad y supervivencia.

Con la pandemia de covid-19 hemos descendido hasta el fondo de nuestras debilidades y carencias. No habíamos aprendido a gestionar el miedo, solo lo habíamos arrinconado dentro de la falsa fortaleza personal y comunitaria basada en el bienestar y la tecnología. El miedo sí que ha venido para quedarse, no solo el maldito virus. Toda nuestra existencia, de lo más elemental a lo más compleja, está hoy condicionada por un temor irracional que va más allá de su función protectora primaria. Un miedo que se ha fomentado desde las instancias de poder, quizás porque no se han querido activar otras respuestas más comprometidas. Porque el miedo es una herramienta sencilla en su puesta en marcha y suele ser muy eficaz para el control del individuo y la colectividad. El desastre tiene su relato.

Nos costó asumir el impacto de la pandemia sobre nuestras vidas, después de un periodo de negaciones. Y, llegado lo inevitable, reaccionamos sin el temple requerido. Sobrepasamos el nivel de pánico. Y precisamente por un sentimiento culpable (incrementado por aquellos oportunistas sin moral que pescan en río revuelto) tomamos el camino más cruel y prolongado: un confinamiento brutal que en sus distintas fases se prolongó durante tres angustiosos meses, cien días de cuyos efectos perversos tardaremos mucho tiempo en recuperarnos mental, social, cultural y económicamente. Demasiados daños.

El confinamiento decretado por el presidente Sánchez tuvo el impulso de la responsabilidad tardía, que hace que las decisiones sean más duras y duraderas de lo necesario. Sánchez quiso ser el campeón de la prevención después de demorar su contraataque frente al virus. Y ese complejo de culpabilidad lo quiso compartir con todos del modo más cruel y con consecuencias calamitosas. Se podría hacer una tesis doctoral de los mensajes presidenciales de marzo a junio ("salvar vidas", "sin salud no hay economía", "es por el bien de todos") para determinar en qué medida estaban contaminados de su culpabilidad política y su complejo de retraso. Y le dio al botón del miedo. No al de la responsabilidad de las personas y el esfuerzo de no paralizar el país y evitar su ruina. Pulsó el botón rojo del miedo que paraliza y liquida la responsabilidad de la gente.

La estrategia del miedo necesitaba de componentes de castigo. Y a la par que se obligó a la sociedad a quedarse en casa y abandonar sus tareas, se puso en marcha una inmensa campaña de sanciones. Se han catalogado en más de 1,2 millones las multas en el Estado español que los diferentes cuerpos de policía han tramitado contra los ciudadanos por supuestas infracciones del tiempo de alarma y sus posteriores medidas limitadoras de las libertades básicas. Más allá de su dudosa legalidad, la política salvaje de sanciones situaba como mensaje principal el de palo y tente tieso, tan franquista, en lugar de optar por la épica de la responsabilidad en las medidas de autoprotección. El miedo y la amenaza hacen una formidable pareja, como la de la Guardia Civil, para doblegar los derechos y la dignidad humana. Es más fácil y rápido amedrentar que confiar. Es poco maduro castigar a todos por la irresponsabilidad de unos pocos. Es, en todo caso, muy injusto.

El coste humano de la pandemia, en vidas y sufrimiento, solo es comparable con el coste moral y democrático que estamos pagando muy caro. Y no creo que la culpa sea de unos gobiernos u otros. Entiendo que todos han hecho lo que han podido, incluso más; y no les arriendo la ganancia a sus fuerzas opositoras en que lo hubieran gestionado mejor. ¡Cuánta mezquindad hay en la política cuando los problemas se vuelven tragedias! Pero todos los gobiernos han hecho mal en inducir el miedo como receta general para tratar de sujetar el drama de una pandemia desconocida, múltiple y cambiante. Es un reproche justificado.

"La gente ha perdido el miedo", dijo una autoridad sanitaria para señalar el motivo por el que se multiplicaban los rebotes. Dio en el clavo con freudiana exactitud. ¿Es que no había que perder el miedo y por tanto era bueno que las personas tuvieran miedo para resguardar su vida? No, el miedo jamás fue necesario y es nuestro principal enemigo existencial. Ya viene con nosotros al nacer y lo que nos conviene por inteligencia es controlarlo y no promoverlo. No hay miedo útil. Después de un confinamiento de tres meses, tan largo como inútil en la administración de nuestras vidas, y tras un verano de rebrotes que se explica en parte por la dureza del periodo de arresto domiciliario, es el momento de revisar los errores en los mensajes del miedo y la culpabilidad social.

Porque todo el mundo está muerto de miedo: los profesores, los padres y madres, los policías y ertzainas, el personal sanitario, los funcionarios públicos, los trabajadores de hostelería y de cuidados a mayores€ Y no puede ser. Que las administraciones y medios de comunicación se hayan obligado a emitir, al modo de un briefing de guerra, el diario de contagiados, hospitalizados y fallecidos por covid-19 es un error monumental, por muy buena voluntad que anime su revenida política de transparencia. Demasiada claridad después de la oscuridad lo único que hace es cegar la visión de las cosas. Entiendo que procede reducir la sobreinformación y volcarse en los servicios presenciales de asistencia a la ciudadanía. Más hacer y menos hablar. Menos miedo y más fortaleza. Cuanto mayor sea el temor como discurso preventivo, más fuerte será la respuesta temeraria entre aquellos (jóvenes y no jóvenes) que sienten constreñidas sus libertades individuales. Y, por favor, no se trate de replicar esa rebeldía discutible -respetable en sus argumentos, pero no en sus actos temerarios- homologándola con los sectores fascistas, negacionistas y antivacuna.

El miedo se equilibra con la esperanza y no sé cuál es peor. A la persistencia de vivir atemorizados como necesidad para el respeto general de las reglas de la autoprevención se le ha añadido, como compensación, iluminar los corazones de la gente con la esperanza, prácticamente mesiánica, de una vacuna redentora. Y eso explica que el mensaje predominante de la industria farmacéutica y de las autoridades sea la inminencia de una vacuna que nos salvará a todos. Es otra burla a la inteligencia de la sociedad. Hacen como los curas, sacrificar el gozo del pecado a cambio de la promesa del firmamento. Es un mensaje inmaduro para nuestra compleja sociedad del conocimiento. ¿O del desconocimiento programado? Los medios no deberían entrar en este juego de expectativas infantiles. Deberían ser más críticos y denunciarlos. A seis meses de miedo inducido no le pueden seguir otros tantos de esperanza estúpida. Maldita sea, ¿cuántos siglos de inteligencia ha retrocedido el mundo? O quizás es que no éramos tan cultos e invencibles.

* Consultor de Comunicación