RIMERO de todo, diré que esta pandemia me ha hecho pensar mucho, que mis reflexiones han ido y venido por caminos inhóspitos y desapacibles, incluso crueles e inhumanos, porque han muerto personas que no deseaba que murieran; en realidad, soy partidario de que nadie se muera aunque en mi fuero interno sé muy bien que la muerte es el destino universal, que todos nos morimos algún día y que el futuro que a todos nos espera son la nada y el silencio.

Llevamos algo más de siete meses sumergidos en el miedo: miedo a morir, miedo a dejar de ser, miedo a que la Nada nos sepulte en la oscuridad. Cada vez que los medios de comunicación nos ofrecen una noticia fatídica relacionada con el covid-19, busco las circunstancias en que se ha producido la muerte y casi nunca encuentro algún detalle que diferencie unas muertes de otras. Principalmente, porque ahora mismo tampoco somos capaces de diferenciar nuestros modos de vivir. De vez en cuando, algún notable nos sorprende porque pensábamos estar a salvo del famoso virus. Y algún notable, igualmente, arranca palabras rimbombantes de quienes se encargan de provocar la curiosidad.

No han sido pocos los que han muerto víctimas de covid-19 y me han provocado un suspiro triste porque formaban parte de mi círculo de amistades o los que han despertado mi congoja porque sus muertes han acontecido en circunstancias tristes o especiales. Han muerto amigos y también algún enemigo y en ambas situaciones he sentido penas equiparables, porque si algo ha tenido bueno el covid-19 ha sido que nos ha equiparado a todos, que nos ha convertido a todos en partícipes del mismo festín. Cuando murió "por coronavirus" el primero de la media docena de amigos y conocidos que ya lleva cobrados la pandemia -Koldo Méndez-, comprendí que la muerte es inapelable cuando acude en nuestra búsqueda. Y que cuando todos los dioses, siempre tan brutales como miserables, se empeñan en mostrar su maldad y su implacabilidad, nada hay que les detenga. Los hombres no tenemos nada que hacer cuando los dioses nos imponen su supremacía. Los mismos que nos prestan la vida para que la disfrutemos, nos administran la muerte para que sepamos que nada es definitivamente nuestro.

El gran poeta Caballero Bonald, que ha sufrido el covid-19 cuando tenía (y tiene) 93 años, ya había escrito sobre la muerte, incluso sobre la suya dada su avanzada edad. En cierta ocasión, escribió un poema que iniciaba de modo contundente: "Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, / habitaciones de prostíbulos, / templos, alcobas, celdas, chozos, / y en los rincones de la boca / entra también la noche". No lo escribió para una ocasión semejante ni parecida a esta que vivimos, pero constituye una descripción de cuanto acontece a quienes sentimos que la vida es tan provisional que siempre amenaza con la muerte repentina. La pandemia ha mostrado, y sigue mostrando, toda su fiereza e inhumanidad. Quienes la han sufrido, si no han muerto por su causa, han sentido el miedo en su forma más extrema, que es el pánico. La humanidad entera ha sentido de qué modo la brutal amenaza nos ha convertido en alfeñiques atemorizados por el devenir. Han muerto los altos y los bajos, los de contextura firme y los raquíticos, los inteligentes y los torpes, los sabios y los necios, los ricos y los pobres, los que vivían en grandes mansiones y los que vivían en chamizos de paredes herrumbrosas. Y, por si fuera poco, los muertos han sido enterrados sin boato ni suntuosas ceremonias, desacompañados, porque el virus ha matado en la misma medida que ha amedrentado, de modo que los muertos han sido más fácilmente olvidados y mínimamente recompensados.

¿Y la vida? ¿La vida de quienes aún quedamos aquí? También ha quedado reducida a demasiado poco. Nos han tapado la boca como si no fuéramos capaces de administrar decentemente las palabras. Nos han atemperado el aliento y han dejado en mero testimonio hablado cualquiera de nuestros posibles gritos de protesta. Nos han alejado de los otros haciéndonos sentir que la cercanía con los demás es más un riesgo que una muestra de afecto. Nuestras pieles no deben juntarse ni rozarse, y cualquier abrazo es una práctica peligrosa y arriesgada. ¿Qué decir de un beso, de un beso de un hijo, o de un padre, o de un hermano, o de cualquier familiar? ¡Y qué decir del apasionado beso de los enamorados! El "coronavirus" ha convertido el amor en un mero sentimiento (que no es poco), pero un sentimiento que no se puede ni se debe expresar con ese signo grandioso e indeleble que es el beso... Y si no es posible besar, todo abrazo se convierte en un riesgo absurdo e innecesario.

Caballero Bonald, que a sus noventa y pico de años sigue escribiendo, ha declarado que no tiene ganas de nada, hasta tal punto que identifica este tiempo con una Tercera Guerra Mundial. Su "depresión", después de haber prestado cobijo al virus, le llevó a pensar que casi nada de su brillante vida y de su carrera como escritor podía tener ya sentido. Cuando a alguien le amenaza con tanta claridad el rigor de la muerte también le amenaza la intrascendencia de su vida amenazada e inservible: "Vaya por delante que no sé a quién puede interesar esta entrevista (sobre mi vida)". Cuando la vida peligra y la muerte atisba, todo pierde gran parte de su valor. Caballero Bonald así lo ha sentido tras sufrir el virus: "Apenas puedo esbozar una imagen, perfilar al joven que era en los años cincuenta". Cuando un viejo (permítaseme el término) sabio y experimentado en la vida se expresa de este modo, lo hace porque ha sentido un miedo especial, no el miedo ante un peligro concreto, sino el miedo ante la amenaza de un destino brutal y miserable. Sus palabras alcanzan una profundidad y un significado extraordinarios: "Estamos viviendo el fin de un tramo de la historia, el fin de la realidad". Se trata de la visión de un sabio que se permite diagnosticar y profetizar, pero no halla la solución para neutralizar los efectos de esta guerra bacteriológica porque presagia "como diría un trágico griego, que un dios abyecto intenta usurparnos el futuro".

Vivimos un tiempo difícil, imprevisible. Las gentes nos miramos con ojos interrogantes y asustados, como si nos cuestionáramos cuánto es el tiempo que nos queda por vivir a cada cual. El poeta cree que "a lo mejor es que estamos condenados a la condición de supervivientes". Pero vivir no es, exclusivamente, sobrevivir, porque si así fuera la vida perdería casi todo su sentido. Como el poeta Caballero Bonald, también me considero un testigo absorto de cuanto está ocurriendo. Veo a los ciudadanos recelosos, ocultos tras sus antifaces o mascarillas, evitando acercarse a quienes eran sus amigos y aún deben seguir siéndolo. Todo ha cambiado, pero todo volverá a su ser. Todo va a ser superado. La vida continúa a pesar de que se haya empeñado este virus en mostrarnos su cara más inhóspita. El hombre siempre se ha impuesto a las vicisitudes. Volveremos a abrazarnos y a besarnos, a mirarnos a los ojos y no sentir ningún miedo: a sentir solo los placeres de la compañía.

A mí los dioses nunca me han dado miedo, aunque me hayan producido dudas. Confieso, como el poeta, que "soy un testigo absorto de cuanto sucede"€ Absorto, sí, pero no derrotado.

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