A falta de conocer las modificaciones que pueda sufrir en su próxima tramitación como proyecto de ley y, sobre todo, la plasmación efectiva de lo que por el momento son solo previsiones jurídicas con reflejo en el BOE del pasado 1 de junio, lo que parece bastante evidente es que se trata de una medida que va a incidir de lleno en la forma en la que va a desarrollarse el tránsito a la nueva normalidad. Resultaría aventurado hacer cualquier predicción ahora, y menos en una situación tan incierta como la actual, sobre cómo van a evolucionar las cosas en este periodo transitorio en el que ya estamos; pero lo que sí puede afirmarse es que las medidas que se adopten, en especial en materia económica y social, entre las que hay que insertar el IMV, van a ser determinantes en la salida de la crisis y, así mismo, en la nueva normalidad que se instaure una vez superada esta por completo.

El Ingreso Mínimo Vital (IMV) es una medida que, además de venir exigida por la situación en la que nos encontramos como consecuencia de la crisis actual, es también una exigencia del Estado social, que no puede quedar reducido a una proclama constitucional retórica sin efectividad alguna en la práctica como de hecho ha ocurrido, y sigue ocurriendo, en la mayoría de los casos. Por el contrario, la definición del Estado como social, lo que ha sido una práctica común en el constitucionalismo europeo a partir de la segunda posguerra mundial, comporta obligaciones ineludibles para los poderes públicos en materia económica y social; entre ellas, de forma especial, la de atender las necesidades más urgentes y más elementales de la ciudadanía, que es precisamente la finalidad principal del Ingreso Mínimo Vital.

No hace falta recurrir a complejas argumentaciones jurídicas ni económicas para justificar la necesidad de una medida como la del IMV. Pero no está de más recordar que ya en 2016 se formuló, a través de una Iniciativa Legislativa Popular (ILP), una propuesta sindical en este sentido que inicialmente fue asumida por el Congreso, aunque su tramitación parlamentaria fue interrumpida poco después; y que en 2018, gobernando Rajoy, se inició la elaboración en el seno de la AIRef (Autoridad independiente de Responsabilidad fiscal) bajo la dirección entonces del actual ministro de Seguridad Social, J. L. Escrivá, de una serie de propuestas sobre una prestación de carácter general para cubrir el riesgo de pobreza; que es precisamente la finalidad del Ingreso Mínimo Vital, aunque su aprobación definitiva haya tenido que esperar hasta que la grave situación (y el riesgo de un mayor agravamiento próximamente) por la que estamos atravesando haya hecho inaplazable la adopción de esta medida.

Por otra parte, hay que tener presente también que no se trata de una medida inédita en el marco económico y social que nos es propio. Bajo formas y denominaciones distintas -Revenue de Solidarité Active (RSA) en Francia, Reddito di Cittadinanza (RdC) en Italia, Arbeitslosengeld (ALG II) en Alemania, Universal Credit en Gran Bretaña€- es un instrumento que todos los países de nuestro entorno vienen utilizando para hacer frente a situaciones marcadas por la pobreza y la necesidad. Pero más allá de sus diversas variantes, en todos los casos tiene una característica común como es la de constituir una prestación pública de carácter general destinada a hacer frente al riesgo de pobreza, sin perjuicio de que existan otras prestaciones específicas para cubrir determinadas contingencias.

El Ingreso Mínimo Vital (IMV) que acabamos de estrenar viene a cubrir una importante laguna en materia de protección social que, a diferencia de otros Estados europeos, en nuestro caso no había sido cubierta aún. Así se reconoce expresamente en el preámbulo del propio texto del decreto ley en el que se aprueba el IMV. Si bien es preciso puntualizar que ya existía alguna experiencia pionera en este terreno, y en este sentido es de justicia hacer una referencia a nuestra Renta de Garantía de Ingresos (RGI), en vigor en Euskadi desde hace tiempo; pero faltaba que el Estado como tal, y más aún tratándose de un Estado definido constitucionalmente como social, asumiese como propia esta prestación con carácter general para la totalidad de la ciudadanía que, por su falta de recursos, se hace acreedora de este ingreso.

Interesa llamar la atención sobre la forma como se regula esta nueva prestación, que se configura jurídicamente como un derecho subjetivo del que son titulares todas aquellas personas que reúnan las condiciones previstas en la ley. No son indiferentes, a efectos de su efectividad en la práctica, las formas mediante las que se regulan las situaciones de los sujetos de una relación jurídica, sobre todo cuando esta comporta una prestación económica de carácter vital para su perceptor, como sin duda lo es el IMV. Y, en este sentido, la consideración explícita en el texto legal (art. 2.1) del derecho subjetivo a la percepción de este ingreso, supone dotar al IMV de una garantía jurídica que evita que su efectividad real sea burlada en la práctica, como suele ocurrir frecuentemente con los derechos sociales a pesar de su reconocimiento formal en la ley e, incluso, en la Constitución.

Así mismo, otra de las características a reseñar del IMV es su inclusión en el sistema de la Seguridad Social, lo que inserta esta nueva prestación en el marco propio de esta institución, que constituye el eje central del Estado social contemporáneo. Su ubicación dentro del área correspondiente a las prestaciones no contributivas no resta efectividad alguna a esta prestación, que por su propia naturaleza no puede estar vinculada a la contribución previa fruto de una relación laboral estable de su perceptor. Por otra parte, la realidad de los hechos está imponiendo un modelo de protección social, del que la Seguridad Social es su expresión institucional más acabada, que se va alejando progresivamente del esquema tradicional, en el que el derecho a la prestación derivaba de la contribución realizada como trabajador activo.

Por último, para concluir, hay que situar esta medida en el lugar que le corresponde realmente, que no es otro que el de hacer frente a una situación que, como consecuencia de la grave crisis originada por la pandemia que estamos sufriendo, ha tenido unos efectos económicos y sociales demoledores para muchos de nuestros conciudadanos. Pero hay que ser conscientes de que ni supone la solución definitiva para los problemas sociales de fondo que tenemos planteados, ni tampoco supone un coste inasumible para las arcas públicas, por más que no falten quienes clamen contra el dispendio de los subsidios y los gastos sociales improductivos o, según los casos, contra el buenismo que inspira las medidas de este tipo. Se trata simplemente de una medida necesaria que es preciso adoptar con carácter de urgencia para evitar que la situación se deteriore más aún y para poder mantener unas condiciones que permitan plantear el reinicio del proceso de recuperación económica y de reconstrucción que va a ser preciso desarrollar a partir de ahora. Además, a falta de cualquier otro factor de cohesión y haciendo un alarde de optimismo posdesconfinamiento, también puede servir para tener al menos un elemento en el que poder estar de acuerdo si no todos, sí al menos una amplia mayoría social; lo que tal y como está el ambiente últimamente tampoco vendría nada mal.