A lógica del confinamiento, por muy dura que resulte, era relativamente simple y binaria: dentro o fuera, preferiblemente dentro que fuera, y detener toda la actividad económica que no fuera imprescindible, con un concepto muy restrictivo de lo que debía considerarse necesario. Con la gestión del desconfinamiento comienza una nueva complejidad, la de los matices y las excepciones, la distancia prudencial y las asimetrías de todo tipo a la hora de gestionar los riesgos que produce nuestra paulatina normalización. Y para quien tiene que tomar las decisiones, las de prohibir y sancionar eran más fáciles de justificar que las de permitir con limitaciones. Entramos en una casuística infinita y generadora de no pocas contradicciones con la que se intenta que una norma haga innecesario ejercitar las actitudes cívicas que requiere una situación de riesgo: responsabilidad, confianza y prudencia. Las campañas de denuncia y las multas no son demasiado eficaces porque hay reuniones o actividades que se pueden ocultar. En vez de condenar y prohibir, parece más útil, además de no prohibir más de lo necesario cosas absurdas (o que apenas implican riesgos), pensar en estrategias para reducir el contagio mientras las personas desarrollan una vida lo más normal posible. La salida del confinamiento únicamente se llevará a cabo sin generar riesgos mayores si se proporciona a la ciudadanía los medios para ser responsables; ahora se trata de movilizar una ética de la responsabilidad y no una llamada a la obediencia.

No estamos en un momento de evitar absolutamente el riesgo, como ocurría en el confinamiento, sino de gestionarlo y aprender a vivir con él. El confinamiento es una medida excepcional que no es sostenible durante mucho tiempo. Quedarse en casa tuvo su momento cuando se trataba fundamentalmente de aplanar la curva, pero existe una fatiga del confinamiento que produce daños en las personas, no sólo en el sistema económico. El encerramiento y la distancia física son un peso difícil de soportar para muchas personas, en la medida en que implica solidad, aislamiento y deterioro psicológico en muchos casos. Ahora bien, no podemos olvidar que esa relajación debe llevarse a cabo en un momento en el que aún no tenemos suficientes instrumentos de test y rastreo, cuando la mayoría de la población es todavía susceptible de contagio (como dicen los datos serológicos) y la vacuna no está a la vista. Hemos visto situaciones estos días que equivalían a contemplar la transmisión del virus en tiempo real. El riesgo sigue siendo muy alto.

La cuestión es ahora cómo gestionamos el riesgo cuando la reducción total del riesgo (en el supuesto de que fuera posible) sería una temeridad y sin olvidar que el riesgo cero no existe. La alternativa entre confinamiento definitivo y vuelta a la normalidad es falsa. El riesgo no es binario, de todo o nada. Salvando todas las diferencias, hubo una situación similar cuando la expansión del sida produjo inicialmente una situación de pánico y tuvo que pasar un cierto tiempo hasta que se aprendió a disminuir los riesgos mediante unas prácticas sexuales más seguras. Lo que podemos aprender ahora de aquello es que las campañas que promueven la total eliminación del riesgo son oportunidades perdidas para promover un comportamiento de riesgo bajo, que es lo más sostenible en el tiempo. Las autoridades políticas y sanitarias deben ayudar a la gente a diferenciar entre actividades con alto y bajo riesgo cuando la abstinencia continuada (o el confinamiento) no son posibles. Aunque no se conoce del todo el comportamiento del virus, los científicos y autoridades sanitarias sugieren que hay actividades de alto riesgo, como los encuentros masivos y prolongados en locales cerrados, mientras que es muy improbable el contagio al aire libre. Una estrategia contra el contagio debería insistir en el riesgo de los lugares cerrados, pero también rediseñar los espacios, aumentar la ventilación y promover la distancia física, es decir, permitir que la gente siga viviendo su vida, mitigando, no eliminando el riesgo. Por otro lado, hay que hacerse cargo de los contextos: para algunas personas que sufren la soledad el trato con otros pueden ser muy necesario; otras tienen grandes dificultades a la hora de cumplir con las indicaciones debido a que la distancia es un privilegio que no está a su alcance (porque deben utilizar el transporte público o por el tipo de trabajo que desarrollan); algunos desearán tener contactos que implican asumir un cierto riesgo (abuelos que quieren ver a sus nietos, por ejemplo). En estos casos, más que prohibir, habría que dotar a esas personas la información y los instrumentos para reducirlo: reunirse al aire libre, no compartir comida y bebida, llevar máscaras, limpiarse las manos. Y quedarse en casa si uno está enfermo.

En una sociedad la cultura del riesgo se cultiva entre todos: gobiernos, medios de comunicación, redes sociales, sindicatos€ Hay que tener en cuenta que el riesgo es multifactorial, depende de las condiciones personales (salud, sexo, edad), de trabajo (tipo de transporte, espacio en el que se realiza y grado de relación con otros), de los contextos en los que vivimos y nos movemos. Hay valoraciones diferentes y buena parte de esas diferencias tienen que ver con su diversa percepción según la edad. A veces la intuición nos engaña, por ejemplo, al no entender que el nivel de protección frente al riesgo se puede malograr por exceso y por defecto. Protegernos doblemente no siempre implica más protección, como se pone de manifiesto en el hecho de que a veces quien se pone unos guantes puede ser menos precavido y aumentar el riesgo de contagio. Cuando la reducción absoluta de riesgo es imposible lo que necesitamos es aprender a vivir en una pandemia.

El desconfinamiento se lleva a cabo de acuerdo con una serie de indicadores sanitarios ponderados con criterios políticos. Unas decisiones de tanta envergadura no pueden ser adoptadas por expertos que desconozcan las condiciones sociales ni por políticos que no estuvieran bien informados técnicamente. Que haya criterios políticos a la hora de decidir es una obviedad; si tenemos representación política es porque los criterios científicos deben ser tenidos en cuenta pero no son la última palabra y la política, bien asesorada por los expertos, ha de tener también en cuenta otros criterios en una visión de conjunto. Nuestros representantes están en mejores condiciones (y sobre todo, tienen la legitimidad) que quienes son únicamente especialistas de algo concreto. Aquellos que impugnan las decisiones del desconfinamiento como "políticas" están deslizando una significación peyorativa sobre el calificativo de "político" y contribuyen así a desprestigiar la política, tal vez porque saben que una sociedad despolitizada conviene a quienes ya tienen poder y no necesitan de ninguna instancia política que lo limite o equilibre.

Por supuesto que todas las decisiones que se adopten en relación con los pasos de fase tienen que ser comunicados con el máximo rigor y transparencia. Es muy importante que los gobiernos sean muy transparentes a la hora de justificar sus decisiones, que comuniquen todas las evidencias de las que disponen (y también las incertidumbres que, pese a todo, hayan de ser tomadas en consideración). En cualquier caso, son decisiones discutibles, que deben apoyarse en datos y criterios, obligación que también tienen quienes legítimamente las critican. El deber de justificar las propias opiniones vincula tanto a los gobiernos como a cualquiera que interviene en el debate público. Quien critique la negativa a pasar de una fase a otra debería tener en cuenta que puede estar minimizando el riesgo existente y alentando un comportamiento irresponsable por parte de la gente.

* Catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro 'Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus' (Galaxia Gutenberg)