IN duda ha sido la noticia bomba (fétida) de la última semana, aparejada a las desescaladas y los avances sanitarios, pero hubiese sido más satisfactorio que, en lugar del fallecimiento del torturador Billy el Niño, la noticia hubiese sido, cuando menos, la retirada de los honores que le han permitido durante décadas una vida acomodada que muchas de sus víctimas no han conseguido.

Billy el Niño se fue como vivió, como si nada, es decir, como si nada hubiese pasado, como si ninguna atrocidad hubiese cometido porque estas no tuvieron consecuencia alguna. Los testimonios de sus fechorías resultan abrumadores y desde hace mucho, además. Resulta tremendo que algunos medios de comunicación dulcifiquen ahora su historia, poco menos que tratándolo de presunto torturador. Una presunción de inocencia dudosa en el caso de un torturador, en la medida en que las torturas se perpetran a puerta cerrada y quienes las cometen gozan de mejor palabra. ¿Inocente hasta ser juzgado cuando se ponen toda clase de trabas institucionales para que así no sea, ni siquiera a nivel de instrucción? Eso rompe, a mi juicio, el equilibrio jurídico, lo hace trizas. Las fechorías de Billy el Niño son del dominio público desde hace décadas, por mucho que haya contado con el sostenido encubrimiento y apoyo gubernamental.

El fallecimiento de ese indeseable social, de ese malhechor, ha supuesto un alivio para el gobierno en la medida en que equivale a quitarse una piedra de su zapato político. Les desaparece un problema que evitaron encarar de frente y con urgencia absoluta. Y se cierra (a medias) un episodio siniestro de un capítulo de la historia de España. ¿Qué pensarán las personas que fueron por él torturadas? Sí, cierto, queda la página protagonizada por ese maleante, la escrita y la por escribir, pero me temo que muchas de estas páginas se van a quedar por el camino, y esas personas necesitan una reparación moral plena, como exige el periodista Paco Lobatón, un torturado que habla desde el afán de justicia, no de venganza.

Se fue como había vivido, él y otros torturadores del franquismo y de la UCD de Martín Villa, a quien hay que pedirle oficiales explicaciones, porque los condecoró de manera ignominiosa de por vida, algo inaudito, que demuestra que las ganas de romper con el pasado franquista eran pura fachada -me acuerdo ahora de un relato, Los lobeznos, del difunto Jiménez Lozano acerca de esos demócratas del brazo en alto- y que en las trastiendas imperaba el régimen que se había vivido hasta entonces. Billy el Niño, ni era ni fue el único. ¿Recuerdan al Muñecas, golpista del 81 por ejemplo? Otro, como si nada.

¿Y de los chivatos de nómina y plantilla que señalaban las presas, qué decir? Los había a docenas. Otros países, Portugal sin ir más lejos, limpiaron a la PIDE, su policía política. Aquí ninguna de las policías secretas que actuaban, no solo la BPS, fue tocada ni de lejos. Siguieron en el funcionariato como si nada hubiese ocurrido. Muchos están vivos, no pagan por lo cometido, les apoyan tanto la Ley de Amnistía como una derecha reaccionaria que los trata de ejemplares cumplidores del deber, justificando por tanto la práctica delictiva de la tortura, como hace Alfonso Ussía, lo que ya es el colmo, mientras otros minimizan sus torturas diciendo que no fue para tanto: "¡Ahora ya no parirás más, puta!", tuvo que escuchar la abogada Lidia Falcón. Pero claro, estas son las voces de los rojos, los incómodos y los que estropean la foto. ¿A quién creer? ¿A las víctimas o a quien ni siquiera se molestó en negar los testimonios que le incriminaban? Para mí la respuesta es clara: a las víctimas.

Se impone un reconocimiento expreso, no basta con las palabras de Iglesias. Lo pide alguien de bonhomía probada como Paco Lobatón, víctima de las sevicias de González Pacheco, que sí fueron para tanto, claro que lo fueron. Que hablen las víctimas, o mejor, que se les escuche, que no se pase esa página sin leerla, que como dice el periodista ya que no se puede juzgar al expolicía, que se le retiren de manera oficial esas ignominiosas condecoraciones, que se reconozca plenamente a esas víctimas en sus testimonios turbadores y en lo que padecieron de manera injusta.* Escritor