A muerte es difícil de manejar. Siempre. Pero más, quizás, en situaciones en que los esquemas de normalidad saltan por los aires. Cuando una persona cercana está a punto de morir, va de suyo que le puedan rodear sus familiares más cercanos. Es algo que resulta inherente y consustancial a nuestra cultura humanista y también un componente nuclear que se asocia a la mismísima dignidad humana de quien se va y del que se despide de aquel. Cómo se materializa en cada persona y familia puede variar en los detalles, pero no en su esencia. Y ese componente personalísimo y a la vez sustrato común de una particular cultura comunitaria tiene, por supuesto, su reflejo normativo. Más allá, sin embargo, de formulaciones jurídicas estrictas, podría afirmarse que la propia dignidad humana, como máximo valor del ordenamiento jurídico, informa un derecho fundamental a ser despedido (el enfermo) y despedirse (el acompañante) mediante una presencia cercana, directa, física en el momento final de la vida. ¿Qué puede haber más importante que ese trance final en la vida de cada persona, bien sea cuando morimos o bien sea cuando los que se mueren son a quienes más queremos?

Por supuesto, existen circunstancias en que dicho derecho no puede materializarse. Un accidente fatal, un empeoramiento de la salud inesperado y repentino, imprevisible; quizás hasta una decisión personalísima de alguien que por razones ideológicas, religiosas, filosóficas o de otra índole desearía morir en soledad€ Pero en aquellos casos en que la muerte es algo previsible, dadas las circunstancias de cierta gravedad de la situación vital, debe incorporarse -está incorporado- a los protocolos de atención médica el evitar morir en soledad. Resulta evidente. Es de pura lógica y humanidad. Por eso es también un derecho. Y del máximo rango.

La crisis del covid-19, sin embargo, nos ha cogido a todas y todos desprevenidos. La rapidez de la situación, su gravedad, no fue prevista ni calibrada por nadie, por más que algunos ahora "ya lo vieran venir" (¡una vez visto todos listos!). Sus efectos e impacto directo en el sistema sanitario nos desbordó y fue muy similar a lo que puede ser una subida brusca e imprevisible de la marea, que va anegando todo lo que encuentra a su paso, sin que quepa otra reacción que huir hacia atrás por el empuje del agua.

La declaración del estado de alarma y las medidas que vinieron después tardaron en materializarse. Mientras llegaban los medios de protección, los aparatos adicionales de respiración y se abordaba de raíz la reorganización de las estructuras sanitarias, fueron los profesionales de la salud los que estaban en primera línea. Fue una carrera contra el reloj para adaptarse ante la gran ola de ingresos hospitalarios que se avecinaba; y con la incertidumbre del posible contagio acechando.

Pero muy al margen del extraordinario, generoso y certero trabajo de tantas doctoras, enfermeras, celadores, auxiliares, personal de limpieza€ y sin que les fuera reprochable a ellos y ellas, la inercia del aislamiento se ha llevado por delante ese derecho a la despedida. Las dudas en los protocolos, sus cambios constantes, sobre todo en las primeras fases allí por la segunda semana de marzo, han determinado que en muchos casos las personas hayan muerto en soledad. Y ello se ha asumido como un suerte de corolario inevitable de tener que aislar al paciente y a quienes han estado en contacto con dicho paciente y pudieran, por tanto, ser posibles contagios en la cadena de transmisión.

Sin embargo, más allá de una prohibición total de visita, en algunas ocasiones y según los hospitales, se ofrecía la posibilidad de visitar a la persona infectada cuando se creía que estaba ya en sus últimas 24 horas de vida. Otras veces se posibilitaban accesos esporádicos y breves en forma de visitas diarias con protección durante la estancia hospitalaria. La prohibición general de contacto, el aislamiento, se ponderaba en esos supuestos permitiendo que en el momento final el enfermo se viera asistido y el familiar cercano, íntimo, asistiera a la clausura de la vida de su ser querido. Ese derecho fundamental no se veía sin más suprimido para todos y en todo caso de forma absoluta; sino más bien modulado con restricciones que no lo hacían desaparecer. No cabe, en todo caso, asegurar qué ha sido la norma -prohibición absoluta- y la excepción -visitas excepcionales-. Sí parece, sin embargo, que la muerte en soledad se ha incrementado exponencialmente.

Atender la excepcionalidad de una pandemia altamente contagiosa es compatible con respetar el derecho fundamental a morir acompañado y acompañar en el morir. Un derecho fundamental bidireccional cuya eventual supresión de raíz entraña un mal complejo y plural: el sufrimiento de quien muere sin nadie de sus íntimos alrededor y el de aquellos que sufren alejados del enfermo no pudiendo acercarse a su ser querido. Y es ese derecho el que entra en su ejercicio en colisión con la otra cara de la moneda: evitar el contagio. Visita y acompañamiento frente a potencial contagio genera, sin duda, un conflicto de intereses que exige una fina ponderación. Probablemente, el derecho a despedirse se podrá sacrificar en parte pero no totalmente, ni siquiera en situación de alarma por pandemia. Y para ello la necesidad de un protocolo médico claro es imprescindible. Un protocolo que en casos de aislamiento del entorno familiar hiciera hincapié en la obligación "reforzada" de vigilar y detectar la entrada en fase final para que, al menos, se pueda avisar a la familia. Y así permitir que esté presente antes del desenlace fatal. Ese deber reforzado de vigilancia del personal médico debería compensar la ausencia radical de entorno familiar mientras el paciente esté aislado. La prohibición o drástica reducción de visita de los familiares se compensa con una garantía institucional de "alerta reforzada" para que se avise a la familia si hay riesgo de muerte y que esta pueda ejercer su derecho fundamental de presencia en el momento final. Los familiares no estarán presentes con normalidad durante el aislamiento, pero se intentará garantizar que no se muera en soledad.

Quizás, una vez pasado el pico de la enfermedad y su virulencia, y aunque la situación sigue siendo grave, es momento de hacer una reflexión y tomarse muy en serio que ese derecho fundamental a despedirse no puede desconocerse ni tratarse como un daño colateral inevitable. Es un derecho que debe garantizarse de forma estructural e institucional por las autoridades sanitarias y no dejarse al albur de la buena voluntad de los profesionales según su carga de trabajo o sensibilidad. Para ello su presencia clara en los protocolos médicos es indispensable: es momento, dada la amarga experiencia, de revisarlos.

Post Scriptum. Este artículo se centra en el momento final de la vida pero en su esencia se puede aplicar al sistema de visitas en aislamiento aunque no se fallezca; a la supresión radical de la incineración, de las inhumaciones€ Y lo hace mirando al futuro, con ánimo constructivo, alentando el debate para la mejora de los estándares de atención en pos de la excelencia. Alejado de cualquier pretensión acusatoria. Menos aún pensando que se pueda estar en posesión de la verdad absoluta en tiempos tan convulsos y difíciles. Con la humilde intención de humanizar más, si es posible, una situación muy complicada. Y, por supuesto, sometido a cualquier mejor opinión en Derecho y en materia sanitaria. Pero también, es un pequeño homenaje a nuestra ama, Mari Carmen, que fue operada de ictus en el hospital de Basurto el pasado 11 de marzo y después, ya infectada por covid-19, murió el 22 de marzo de 2020 en el hospital de Santa Marina con un trato tan exquisito, en ambos centros sanitarios, que no tenemos más que palabras de agradecimiento para todas y todos cuantos la trataron. Agur ama, Goian -eta gugan- bego!

* Catedrático (acred.) Derecho Penal y director Cátedra Unesco de DD. HH. y Poderes Públicos UPV/EHU